Un nuevo hogar (Relato corto)




Ablega cruzó las puertas de la muralla, abiertas de par en par, y ascendió por las calles de Ulaca. Silenciosas y desnudas como las ramas del roble en invierno. Lo encontró en el mismo sitio donde lo dejaran cuando abandonaron la ciudad: sentado junto al altar de sacrificio con la mirada perdida en el cielo. La muchacha se estremeció y, por un momento, pensó si su abuelo no habría muerto ya de sed, hambre o pena. Como una última ofrenda a los dioses vettones.

—No pienso irme —pronunciaron de pronto sus labios resecos—. Ulaca es mi hogar, por Cosus.

Ablega suspiró y se acuclilló junto a Ablonius. Su cuerpo, antaño poderoso, se había resumido y temblaba como una hoja a merced de la brisa de finales de otoño.

—Ya nada te ata a este pedregal, abuelo. Abajo, en la vega, la tierra es fértil. Los romanos nos permiten vivir bajo nuestras normas. Hasta hemos construido un altar a Ataecina…

—¿Os permiten? —Sus ojos azabache centellearon, despertando de su letargo—. ¿Cuándo caímos tan bajo? Abandonar nuestro hogar, nuestras raíces, para que esos romanos nos controlen. Solo los dioses podrían exigirnos algo así.

Los intentos de Ablega por convencer a su abuelo se esfumaron con el viento. Cuando alcanzó Obila, su nueva ciudad, la luz de los hogares ya chisporroteaba en la noche. Sabía que desde Ulaca también se alcanzaba a ver las luces. Pero los ojos de Ablonius seguirían perdidos en el firmamento.

De pronto, un destello cruzó el cielo, iluminando durante unos instantes el valle Amblés. Ablega respingó, preguntándose qué querrían decirles los dioses. Ablonius sabría interpretarlo.



A la mañana siguiente, una pequeña silueta se acercaba renqueando por el camino del suroeste. Se paró unos instantes junto al verraco que señalaba el camino a Ulaca. Al cabo, sus pasos cruzaron decididos la frontera, dejando atrás el pasado. Ablega, que le esperaba junto al río Adaja, sonrió.

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