ARRUGAS (Relato corto)

Querido amigo,

escribo estas líneas a sabiendas de que nunca las leerás.

Tú me viste gatear por la hierba tierna, tambalearme por la campa y apoyarme en ti para no caer. Me viste bailando con otros tantos mozos y mozas que han crecido bajo tu atenta mirada. Presenciaste mi primer beso, iluminado por el atardecer interminable de la noche de San Juan. Escuchaste con paciencia mis pesares, mis alegrías y mis sueños, mientras la brisa empapada de olor a tomillo secaba mis lágrimas. Fuiste testigo de mi marcha cuando me vi forzada a abandonar el pueblo, pero también de mi promesa de retorno. Las golondrinas, veloces mensajeras del viento, te anunciaban cada año mi llegada. Y yo corría hacia la campa y mi corazón brincaba de alegría en cuanto intuía tu presencia imponente.

Siempre has sido un pilar en mi vida, un lugar de retorno y un hogar. Un día, antes incluso de aquel beso de San Juan, vino un botánico al pueblo. Recuerdo con claridad lo expectantes que estaban los adultos: el respeto y la suspicacia se fundían en los ojos de los más viejos. El botánico, un joven con ropas estrafalarias cargado de libretas y apuntes, te examinó como si él fuera el médico y tú el paciente. Tras varias horas midiéndote e inspeccionándote, carraspeó fuerte y pronunció su diagnóstico: <<Efectivamente, este ejemplar tiene, cuanto menos, dos mil años>>. El revuelo no tardó en agitar las voces incrédulas, incluso indignadas, que se alzaron aquella brillante mañana de febrero.

Pero para mí, las palabras del científico fueron una revelación. Te imaginé como un pequeño fruto rojo y brillante, depositado por un zorzal en un campo inmenso en los aledaños del río. O, quizá, simplemente caíste de las ramas de tu madre en el seno de una gran familia ya largo tiempo olvidada. Yo nunca te he visto crecer, pero barrunto que, en un principio, fuiste tierno y frágil. Por tu vera galoparon los cántabros, pueblo tenaz y respetuoso con los de tu especie. Puede que el mismísimo Corocotta posara sus ojos en
ti.

Después, los romanos tratarían de doblegar esta tierra, quemando incluso la madera
sagrada. Fuiste testigo de la construcción del castro, de la ermita y, después, del pueblo. Piedra a piedra se erigió esta iglesia, cimentada en tus raíces nudosas. Quién te iba a decir que, después de tan larga vida, fuera una obra más la que apagara tu luz.

Las lágrimas recorrían las arrugas de mi rostro mientras, con los dedos, palpaba tu
corteza milenaria. << ¿A dónde voy a volver ahora?>>.

Entonces, noté un tirón en la falda: mi nieto, insistente, llamaba mi atención mientras su
dedito señalaba al suelo, junto a tu tronco ya muerto: <<¡Mira, abuela, mira! ¡Es el hijo del tejo!>>. Y, efectivamente, una pequeña plántula, apenas un palmo de diminutas acículas verdes, se asoma ahora al mundo para devolvernos un pedacito de tu eternidad.

Con amor,


Jimena





Relato seleccionado en el III concurso de cartas Ojos Verdes Ediciones, Cartas quemadas

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