La cólera de los dioses (Relato corto)



Otoño del año 429 a.C.

Tucídides deja la pluma sobre el escritorio. Las piras de los muertos iluminan Atenas, pero la luz es insuficiente para la tarea. Tucídides lamenta que, a pesar de la potencia de la flota ateniense, los suministros no llegan para alimentar a todos los refugiados que se hacinan en los templos de la ciudad. Están tan delgados que sus cuerpos magros apenas prenden.

Escribía una carta a su rival Heródoto pero, al desenrollar el pergamino que le queda, calcula que es un desperdicio. Debe dosificarlo para seguir escribiendo la Historia de la Guerra del Peloponeso. Si es que aún quedan atenienses para librarla cuando acabe esta plaga. Tucídides tose, pero ya se encuentra mejor.



Cinco calles más al Este, Heródoto se revuelve en su camastro. Tiene mucha sed. Una esclava le limpia el sudor y le coloca paños húmedos en la frente. Heródoto no escribe. Los alaridos de los enfermos y el crepitar de las hogueras no le dejan concentrarse. Aunque pudiera, hace ya años que acabó su gran obra, Historia. Aquellos tiempos de los héroes de las Guerras Médicas, cuando repelieron al invasor persa, no volverán. Ahora, los griegos se masacran entre hermano. Por eso los dioses castigan a Atenas con esta plaga, que ya predijo el oráculo del gran Apolo. Heródoto niega en la oscuridad de su habitáculo. No, él no escribirá sobre esta guerra. El joven Tucídides se encarga de ello. La historia seguirá adelante sin él.



Tucídides baja las escaleras de su vivienda y, haciendo oídos sordos a los ruegos de su mujer, sale a las calles de Atenas. El olor del humo y las heces le sacuden por dentro. Avanza entre la inmundicia, observando con atención todo lo que ocurre a su alrededor. Unos metecos asaltan un local de telas y se llevan todo lo que encuentran, incluidas las figurillas votivas de los dioses. Cruzan su mirada con el escritor, pero él sigue su camino. No le importa lo más mínimo que se haya perdido el respeto a los dioses, pero la delincuencia y el pillaje se ceban con la ciudad. El último discurso de Pericles parecía haber infundido ánimos en su pueblo. Sin embargo, hace días que no se sabe nada del líder ateniense.

En una plaza, un médico se enfrenta a los sacerdotes de Asclepio. Al parecer, quiere seguir tratando a los enfermos. Por su parte, los sacerdotes dicen que solo les queda rezar. Apenas quedan ya médicos sanos y los sacerdotes atribuyen su muerte a un castigo de los dioses. Tucídides sabe que es porque están en contacto continuo con los enfermos. No interviene y, dos calles más allá, tras sortear dos piras de cadáveres amontonados, alcanza la casa de Heródoto.



—¡Tucídides! Venerados sean los dioses. Oí que habías caído enfermo. Te veo bien —exclama Heródoto al ver a su amigo. Cuando trata de incorporarse para saludarlo, una náusea le sacude y vuelve a tumbarse.

—No sé si habrá sido cosa de los dioses, pero ya estoy recuperado. Tú tienes peor aspecto…

Se acerca a la palangana con agua y pone a remojo los trapos. Se ha percatado de que la esclava de Heródoto está pálida y tose. No hay nadie más en la casa y sospecha que el resto han huido al enfermar su amo. Piensa que el viejo escritor debería haber permanecido en su residencia en Turios, en lugar de acudir a la llamada de Pericles.

—Es esta guerra, joven. Apolo lucha del lado espartano. Ellos apenas han sufrido esta epidemia que parece no tener fin. Sin embargo, ¡míranos! Las calles están tan podridas que el mismísimo Caronte se perdería navegando en nuestros humores. Los enfermos y los metecos se hacinan en el templo de Atenea y sus ofrendas son ya solo el miedo y la bilis. ¿Qué quedará de Atenas cuando esto termine?

Tucídides, que además de escritor es un gran militar, estima que un cuarto de la población sucumbirá. Años más tarde comprobará que sus cálculos eran demasiado benévolos. No responde a su amigo.

—¿Recuerdas cuando nos conocimos, en Olimpia? —Heródoto parece haberse relajado. Ha cerrado los ojos y ya no tiembla.

—Recitabas esas historias fabulosas plagadas de héroes y dioses.

—Ah, sí. Te emocionaste tanto con la muerte de Leónidas que te echaste a llorar. —Los labios agrietados del viejo se curvan.

—¡Por Zeus, Heródoto! Aún era un niño crédulo por entonces.

—Sí, ahora ya solo escribes con la razón. Pero a veces, hijo, hay que recurrir al alma para comprender a los hombres. Recuérdalo.

En la calle se oyen gritos. Heródoto abre los ojos y Tucídides lee el miedo en sus pupilas.

—¡Pericles ha muerto! ¡El Olímpico ha sucumbido a la enfermedad! ¡Los dioses nos han abandonado! —vocea alguien bajo su ventana.

—Ve, Tucídides. Escríbelo. Que las palabras de Pericles no se pierdan en las nieblas de la historia.

Tucídides asiente despacio. Su pecho está pesado, como si se llenara de humo y muerte. Pero ya no tose. Se despide de su amigo y mentor, de su rival, y se pierde de nuevo en la ciénaga que es ahora Atenas. Sabe que, sin Pericles, la guerra está perdida. Mas sin Heródoto, a los dioses y héroes solo les queda languidecer en sus palacios del Monte Olimpo. Hasta que nadie los recuerde.



“Pocos días después sobrevino a los atenienses una epidemia muy grande, que primero sufrieron la ciudad de Lemnos y otros muchos lugares. Jamás se vio en parte alguna del mundo tan grande pestilencia, ni que tanta gente matase. Los médicos no acertaban el remedio, porque al principio desconocían la enfermedad, y muchos de ellos morían los primeros al visitar a los enfermos. No aprovechaba el arte humana, ni los votos ni plegarias en los templos, ni adivinaciones, ni otros medios de que usaban, porque en efecto valían muy poco; y vencidos del mal, se dejaban morir. […] Lo más grave era la desesperación y la desconfianza del hombre al sentirse atacado, pues muchos, teniéndose ya por muertos, no hacían resistencia ninguna al mal. Por otra parte, la dolencia era tan contagiosa, que atacaba a los médicos. A causa de ello muchos morían por no ser socorridos, y muchas casas quedaron vacías. Los que visitaban a los enfermos, morían también como ellos, mayormente los hombres de bien y de honra que tenían vergüenza de no ir a ver a sus parientes y amigos, y más querían ponerse a peligro manifiesto que faltarles en tal necesidad. […] Los templos donde muchos habían puesto sus estancias y albergues estaban llenos de hombres muertos, porque la fuerza del mal era tanta que no sabían qué hacer. Nadie se cuidaba de religión ni de santidad, sino que eran violados y confusos los derechos de sepulturas de que antes usaban, pues cada cual sepultaba los suyos donde podía. Algunas familias, viendo los sepulcros llenos por la multitud de los que habían muerto de su linaje, tenían que echar los cuerpos de los que morían después en sepulcros sucios y llenos de inmundicias. Algunas, viendo preparada la hoguera para quemar el cuerpo de un muerto, lanzaban dentro el cadáver de su pariente o deudo, y le ponían fuego por debajo; otros lo echaban encima del que ya ardía y se iban.”

Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso, Capítulo VIII

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