Abuelo (Relato corto)




Llega un punto en la vida en el que todo lo que ves, sientes y escuchas, en lugar de hacerte crecer, solo añade marcas en la piel. Para mí, ese momento llegó hace mucho. Lo recuerdo a la perfección: está grabado a fuego en mi corteza. 

La Edad Dorada, cuando hombres y bosque éramos un solo ente, ya había quedado atrás. De aquella época sabía solo por las historias de los castaños más viejos, los que he visto secarse, ser derribados y arrastrados monte abajo. Arder. 


Durante dos siglos, las gentes antiguas no fueron para mí más que leyendas. Los pastores, cobijados del relente bajo mi tronco, las relataban al calor de la hoguera. Susurros en la brisa que los árboles nos preocupábamos en acallar. Para preservarlos en su olvido. 

Entonces, un otoño, la vi. La mujer avanzaba por el lecho de hojas sin alentar su murmullo, bebía en el arroyo de la Yedra y éste, siempre cantarín, no se atrevía a reflejarla. Luego, se sentaba sobre las piedras cubiertas de musgo a alisar su cabellera con un peine de oro y cantaba. Cantaba en una lengua que yo sí entendía, tan distinta de los gritos hoscos de los recolectores que, cada otoño, esquilmaban nuestro fruto. La última mora* de Iruelas. 




Durante aquellos días los castaños y los robles agitamos las ramas al son de su canción, como en los cuentos de los abuelos. Ella respiraba y nosotros atesorábamos su aliento en las hojas, para crecer un poquito más y cubrir su paso con la alfombra más tierna. Todo fue armonía, hasta que llegaron los hombres. 




La mora cantó y cantó, atrapando a insectos, animales y árboles en su red. Pero aquellos hombres con sus cruces eran inmunes al hechizo. Encendieron antorchas y la persiguieron por el bosque. Ella se refugió en la abertura de mi tronco, arrancando escalofríos de mi corteza con sus manos. Y yo, cómplice, callé. Ninguna hoja, por muy marchita y roja que estuviera, se desprendió de mis ramas. Yedra silenció su torrente y hasta el viento se amansó para no agitar nuestras quimas. El bosque entero contuvo el aliento. 

Fueron los perros hambrientos, azuzados por los amos, quienes la encontraron a pesar de nuestros ruegos. Aquellos hombres la ataron a mi tronco y, con una de sus antorchas, pegaron fuego a las hojas. Fue largo el crepitar, la resistencia a arder, el tesón de los hombres que se afanaban en añadir más y más leña. Casi puedo recordar el pestilente olor de las castañas abriéndose al fuego. Mientras tanto, ella permanecía desafiante, ajena al humo que amenazaba con asfixiarnos. Hasta que ardí. Y solo pude abrazarla. 

Me despertó la lluvia de primavera, arrancando quejidos de mi tronco negro, muerto. En mi seno, las cenizas de la última mora dieron vida a mis retoños, que emergían tímidos buscando la luz. 

Han pasado trescientos años. Quinientos desde mi nacimiento. Los castaños más antiguos, los que conocieron la Edad de Oro, ya no están. Los jóvenes saludan alegres a los visitantes que vienen a sacarles fotos. Pero yo no entiendo su lengua. Solo añoro una canción, su canción. 

Abuelo, me llaman. Mas yo solo busco el olvido. 




*Con mora me refiero a gente antigua (hadas, anjanas, encantadas, o incluso brujas), no a los árabes.

Relato escrito en honor al castaño "El abuelo", que resiste en el corazón del Castañar del Tiemblo (Ávila), tras más de 500 años de existencia. Al parecer, los pastores se refugiaban en su tronco, y pudo haber sido una hoguera descontrolada la que quemó y mató al tronco principal. O no...

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