Bosque (Relatos de sueños)


Llevo dos noches durmiendo en el bosque. No sé si serán las ansias de pisar la tierra, de hundir mis dedos en su epidermis de hojarasca y que el cárabo me cante los secretos que flotan entre los robles. No sé si será la luna llena, panzuda, tirando de mi savia hacia las copas más altas de la locura. 




Solo sé que cierro los ojos en mi cama, en mi apartamento de Valladolid, y cuando los abro estoy allí, contemplando un gotelé de estrellas que ni las nubes se atreven a rascar. Para que yo las cuente. 

La primera noche me inquieté: el trasiego de las musarañas por los capilares de la foresta, los quejidos de los murciélagos, el desfile de hormigas y escarabajos por mis piernas… Todo me desvelaba, y yo me removía inquieta en mi colchón de hojas. El despertador fue un aterrizaje de emergencia en una realidad que no comprendía. Aún con el café enfriándose en mi mano seguía preguntándome qué había pasado. 



Anoche no. Llegué a mi bosque tranquila y di las buenas noches al cárabo, a las hormigas. No tuve que contar estrellas pues ya me sabía sus nombres. Me sumergí entre las sábanas del robledal, acompasando mi respiración a la de los ratones. Nada me inquietaba. Porque yo soy el bosque. 

El atenoux de Riuros brilla con fuerza esta noche. 



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Vueltas. No soy capaz de volver a ese bosque, mi bosque, ¿nuestro bosque? Y doy vueltas por el monte buscando la inspiración. El páramo sembrado de encinas se extiende hasta que la vista se cansa de tanto suelo yermo. Vueltas y vueltas detrás de una caverna que desciende a la antecámara del sueño. Las encinas se enmarañan cada vez más y sus ramas secas me marcan la cara. Apenas puedo ya atisbar el cielo cubierto de nubes grises, recuerdo de una realidad deslavazada. 



Esa piedra. Es la séptima vez que la veo y, sin embargo, el monte parece distinto. Las hojas dentadas del roble se agitan al viento como banderines de feria en toda la gama del ocre. Hundo los pies en la alfombra rosada de brezo y me sorprendo, porque no pincha. Las quimas se han cerrado en una espiral alrededor de este pedacito de mundo, ahora cálido, suave. 

Inspiro la placidez. Ya no doy más vueltas. 

Me dejo acunar por el sueño… 




Del exterior, tan solo llega el susurro de las hojas. 

Me recuerdan que, desde aquí, no podemos contar estrellas. 



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La verja no es como otras verjas. No. En lugar de hierro oxidado, los barrotes son de hiedras enlazadas en nudos imposibles, como las cadenitas de mil colgantes que nadie se molesta en deshacer. No tiene fauces de león ni florituras, solo el rastro de los caracoles y las perlas de agua que, cuando llueve, las arañas atesoran en sus redes. 

Ella introduce la llave en la cerradura. ¡Click! el accionamiento se diluye en el rumor del agua. Inspira el aire cálido, especiado, que se cuela por la puerta. Entra en el jardín y su corazón aletea. 

La niña trota sobre la hierba con cuidado de no pisar los abejorros que danzan entre los tréboles. Normalmente, se habría parado a zumbar con ellos, pero hoy tiene prisa. Pasa como un soplido junto al río de agua esmeralda donde las nutrias le invitan a pescar cangrejos. Ella solo les dedica un guiño. 

Atraviesa las matas de frambuesas y moras sin probar bocado y se adentra en el bosque. Los árboles agitan las ramas en un saludo vespertino, susurrando canciones en su lengua ya olvidada. Sigue los senderos tallados por corzos y jabalíes hasta el corazón de la foresta. Allí, en un claro, bulle el nemeton: dos robles enormes custodian la entrada al dolmen. Su corteza está arrugada, cubierta aquí de hongos, allá de musgo, ajada por el rayo. Mas sus hojas tiernas, en perpetua primavera, hablan de juventud. 

El pecho de la niña baila al ritmo del picapinos cuando se asoma por la cámara del dolmen. Tock, tock, llama en la piedra. 

—Hola —saluda una voz. 

—Hola —responde ella, tratando de amansar su respiración alocada. 

El niño sale de entre las piedras y mira en derredor, maravillado. No es la primera vez que visita el bosque. 

—Hoy vamos a ver el río —dice ella simulando aplomo. 

Y sus piececitos corren de nuevo sobre la tierra, esta vez torpes, inseguros. Señala ora un árbol, ora una piedra surcada de extraños grabados y le cuenta las historias que esconden. 

—Abajo, en los túneles infinitos, viven aún los leones de las cavernas —dice arrancando ecos de la gruta que se abre en el suelo—. Merodean entre la filigrana de plata de los gusanos que, tristes por no poder ver este mundo, tejen sus lágrimas en la oscuridad. 

—¿Y esa montaña? —El niño señala un pico quizá demasiado puntiagudo, con falda de terciopelo de pino y rematada por un sombrero de nieve—. No estaba el otro día. 

—La acabo de escribir —responde ella, avergonzada por sus formas, que antes le parecían elegantes y, ahora, demasiado atrevidas. Sonríe al pensar en el lago y las flores que ha colocado tras la cima. Sabe que él la escalará. 

Alcanzan el río y sumergen los pies en el agua helada. Peces de mil colores acuden para hacerles cosquillas en los dedos. Más allá, las nutrias retozan bajo una cascada, mirando a los niños con suspicacia. 

Ella habla y habla, y no canta porque lo hace fatal, y para eso están las miríadas de aves posadas como racimos de uvas en los sauces. Una barcaza cargada de plata y estaño atraviesa el río perezosa, camino de la costa. Allí otros barcos recogerán sus riquezas para llevarlas a tierras aún no escritas. 

Ella habla tanto que el sol, cansado de escuchar, se aletarga. Entonces, las quimas de los chopos se agitan al viento pintando las nubes de rosa y dorado. Los pájaros callan porque comienza el reino del cárabo. Y ella también porque la bóveda de estrellas le roba el aliento y aplana sus pulsaciones. 

—Mira —dice él al fin, abriendo la mano y dejando ver una talla. 

Está hecha en una madera fina y aromática, desconocida para la niña. Ella la toma entre sus dedos y la repasa despacio, saboreando cada arista. Es un trabajo soberbio. Su jardín le parece ahora gris, y ve defectos en cada espiga, en cada valle mal explicado. Pero no dice nada. 

—Es tiempo de volver. 

El amanecer se intuye tras la nueva montaña. La ha puesto ahí con alevosía, para estirar la noche un poquito más. Cruzan el río, las matas intactas de frambuesas y el prado ahora vacío de zumbidos. Llegan a la verja. Se despiden en silencio porque no saben qué deben decir y qué callar. 

La niña cruza la puerta, que cruje de pena al verla marchar. Inspira una última bocanada que huele a tomillo y canela y gira la llave. Click. Entonces, la verja, el bosque, los robles y las nutrias se desploman en un montón de hojas marchitas, de polvo. Ella mira sus manos ajadas. No son las manos de una niña. En la muñeca, el reloj apremia. Tiene los dedos blancos de tanto apretar la talla. Ha sobrevivido a través del espejo. Afloja el puño unos milímetros, solo para volver a apreciarla un instante. Es un árbol.



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Hoy el bosque está yermo. Un viento gélido se señorea en el hueco que has dejado. Seca los pastos y eriza el agua del arroyo, que ha silenciado su canción de trucha.

El viejo roble acoge a las cornejas en sus ramas desnudas como si fueran mil hojas temblorosas. Negras. Dice que este viento sabe a desasosiego, y se pierde en historias mustias, de cuando ardió la última mora o se apagaron los duendes.

Hoy la pradera no zumba. Los abejorros han muerto, o quizá esperan atrincherados en sus grutitas de tierra. En el claro, los petroglifos duermen porque no hay luna que los despeje y ya nadie los quiere descifrar.

Las nubes cabalgan negras y panzudas como búfalos sobre el cielo y prometen nieve, pero ni un mísero copo aligera la desazón del bosque. Entre los huecos de la hiedra el viento aúlla su réquiem. Y yo lo observo todo desde fuera de la verja buscando una llave que no aparece. ¿Para qué quieres entrar tú sola? Dice escondida entre los pliegues del abrigo. ¿No ves que no va a volver?

Contengo el aliento y el vendaval se desinfla. Me permite oír el río, el zumbido de los insectos al calor de los troncos, los lirios excavando terrón a terrón su camino hasta el suelo. Una caricia helada recorre mi frente y alzo la vista. Al fin nieva.

La llave baila entre mis dedos y la aprieto en la mano, no vaya a huir otra vez. Con rabia, la encajo en la cerradura.

Hoy, a pesar de todo y aún sin ti, voy a entrar en mi bosque.

Clic.

Mis huellas crujen sobre la nieve recién caída y forman un camino de baldosas grises, rastro de la suciedad del día a día. Voy recogiendo esos pedazos de realidad deslavazada, no vaya a conservarlos aquí la nieve hasta la primavera y contaminen la tierra. El bosque se me antoja un cementerio de ballenas con sus troncos blancos expuestos al aire sin pudor. Me refugio en el dolmen y allí prendo una hoguera. La realidad arde como la yesca y exhala volutas de humo negro al cielo. Y yo la alimento sin miedo: un lunes, un martes, un veinticuatro de noviembre; hasta que el calor rácano me conduce al sueño.

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A TRAVÉS DEL ESPEJO


Tengo un sueño recurrente, o quizá en origen fue una canción: una niña que trota por una selva tupida y el sol se cuela a raudales como lianas de luz. Está buscando algo, pero aún no sabe el qué. Un petirrojo gorjea y la sigue animado, y después se suma un abejorro. Pronto, un séquito de pequeñas alimañas zumba tras la estela que dejan sus pies descalzos.

Cruza los bosques de encinas siempre verdes y los suelos dorados, repletos de bellotas del roble. Los endrinos flanquean el sendero y sus espinas no arañan su piel. Y ella corre y ríe y los estorninos forman nubes oscuras que parecen ora un rinoceronte, ora un dragón. Para deleite de la niña.

Atraviesa un túnel de maleza, de tejos de acículas suaves cargados de arilos, y de pronto la luz decae. Una, dos, tres vueltas. Cinco, seis, y a por la última: ha alcanzado el centro del laberinto. Ya no hay rastro de las libélulas que hasta hace un instante bailaban como bengalas azules a su alrededor. La niña frena su carrera y su corazón de colibrí se acompasa a sus pisadas. Se encuentra en mitad de un claro donde reina la oscuridad. Apenas puede intuir el cielo entre el techo de ramas centenarias, más allá del piso cien. A su alrededor, las raíces de los tejos se esconden y retuercen bajo las rocas cubiertas de musgo, palpitantes.

Y la niña siente el mordisco del miedo, solo un instante, hasta que sus ojos se adaptan a la penumbra y la curiosidad la puede. Al fondo del claro, frente a ella, hay una verja. Los barrotes hace tiempo que perdieron el lustre y la herrumbre y el liquen deshojan su cubierta, enredándose las hiedras entre las florituras del metal.

Ella se acerca muy despacio, atenta de pronto al crujido de sus pisadas sobre las hojas muertas, saboreando los posos del tiempo suspendido. En el centro del cercado se dibuja una puerta que, por el tapiz de enredaderas que la abrazan, hace mucho tiempo que fue abierta por última vez. A mitad, misteriosa, una cerradura casi tupida por el óxido.

Al fin sus deditos se entrelazan con la hiedra y rozan el metal. Está muy frío y siente el impulso de retirarse, como si de tan helado, de tan oscuro, quemara. Pero aguanta, apretando hasta que se quedan blancos, y apoya la barbilla en la verja. Fija los ojos más allá, en la oscuridad densa del follaje. Casi con ansia, con glotonería de paladear los dulces prohibidos que, cree, esa valla guarda.

Al fondo de toda esa maleza insondable brillan dos luceros. ¿Un reflejo de sus pupilas? ¿Se esconde allí un espejo? Pero las luces titilan y parece que van a echar a volar como luciérnagas en la noche. Se acercan muy despacio, tanto, que la niña a veces duda si de verdad se mueven, o es la savia de tejo viejo que la embriaga y ralentiza su pulso hasta rozar el cero.

Alrededor de los ojos negros comienza a distinguir una aureola de pelo blanco, suave. Luego una nariz húmeda y un pelaje espeso, casi de león. Hasta que la regia cornamenta emerge a la luz tenue del nemeton, cargada de musgo y muérdago.


Y el ciervo blanco parece decirle ven, ven, tengo algo que enseñarte. Pero la niña no encuentra la llave en ningún sitio: ni en los bolsillos llenos de hojas, de piedras que aún no ha regalado. Ni en el suelo entre las acículas secas, acumuladas durante milenios. Su corazón parece estallar mientras la cerradura se ríe de ella con notas metálicas y la hiedra constriñe aún más los huecos de la verja, tejiendo un destino oculto que no será. Hasta que el ciervo se pierde en ese bosque prohibido, dejándola sola en el centro de un laberinto, sin hilo ni minotauro al que burlar.

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A veces, sin embargo, entra.

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Un zumbido intenso retumba en su cabeza. Oye voces. ¿O son aullidos? La algarabía de mil raíces penetrando la tierra, el traqueteo de las hormigas sobre las hojas secas. Desabrocha las pestañas una a una y todo es blanco y negro, como un tablero de ajedrez. Solo que no hay lugar para peones en este juego. Un regusto metálico en la boca, como si hubiera estado mordisqueando herrumbre. ¿Y la verja? La luz aquí es tan tenue que apenas alcanza a vislumbrar la corteza erizada de un gran roble. Muerto hace ya tiempo. ¿A dónde fue el ciervo blanco? Lo siguió a través del bosque, más allá de la montaña maldita donde los gnomos cavan; cruzando el monte de las Ánimas hasta la charca de aguas verdes, muy verdes, donde su reflejo le instó a que se marchara.

Estira los dedos agarrotados que ya no son suaves, ni de niña. Están manchados de tierra negra que sería fértil, piensa, si no estuviera cubierta por mil capas. Capas de acículas de tejo, venenosas, y por encima los pisos de ramas que no dejan entrar la luz, ni de la luna ni del sol. ¿Cómo va a presenciar el solsticio en esta noche de invierno eterna?

De pronto, recuerda la llave. Sus manos tantean ansiosas entre el musgo y el hummus, bajo las raíces retorcidas que se apartan al contacto. Le pesa el estómago. Y siente que se hunde. Que el suelo del bosque la va a absorber como al cadáver de un viejo jabalí al que no han olido ni los zorros. Casi puede sentir la raíz del tejo palpando su pecho, su cara, rozando sus labios hasta penetrar por la garganta. Y fundir su sangre con su savia.

¡Savia! Se yergue y da una bocanada. El aire es frío y denso, pero inunda sus pulmones viejos de fuerza. Tambaleante, consigue levantarse y avanzar sobre el suelo blando, torpe como si pisara nieve. Siempre hacia delante. Deja atrás el roble muerto y se pregunta quién trajo la bellota a este reino de los tejos. No sabe qué guía sus pasos hasta que detecta un olor dulzón. Se fija entonces en los troncos abiertos de algunos árboles, surcados de cicatrices que supuran savia. Vislumbra un ejemplar enorme: una hembra de corteza oscura, más alta que una iglesia, más gruesa que un elefante. Sus quimas se pierden en la negrura del techo invernal y ya no luce arilos en sus ramas. Ella se retrepa con dificultad por las raíces hasta llegar al tronco, donde en un cuenco de ramas mana la savia de la Madre. Y sin musitar palabra, porque no conoce la plegaria, hunde la boca arrugada en esa sangre.

Colores. Tonos tímidos primero: verdes, ocres. Ella es joven de nuevo y se empapa de cada nota de color distinto al negro, de esa partida de ajedrez que ya creía perdida. Una damita que se ha pasado el tablero. Su corazón retumba lento. Acaricia los brotes claros de las puntas de las ramas y se come los arilos ¡rojos! que estallan en su boca como fuegos artificiales. Puede mover a voluntad, y pronto se da cuenta de que otras especies crecen, sutiles, bajo el paraguas de la planta Madre: acebos de bayas coloradas y eléboros verdes como aquel estanque. Una brisa dulce que casi se puede mascar agita su pelo, haciéndole cosquillas en la frente. ¿Por qué no acuden los abejorros? ¿Dónde quedó aquel lobo aullante?

Pero no le importa estar aquí sola, porque de arriba, más allá del piso cien, brota una luz argéntea. Se desparrama entre las hojas y se desliza por las ramas, silenciosa, hasta lamerle la piel. Es la luna llena del solsticio anidando en la copa de la Madre.

Y ella baila ligera sobre las acículas y no se hunde más, porque sus dedos vuelan en la maraña lenta del tiempo. Muy lejos suenan los acordes rítmicos del cárabo, el repiqueteo de los grillos en la noche estival, el aullido triste de aquel lobo solitario.

Ya no necesita llave ni palabra mágica ni ciervo. Porque ella es la reina de este lugar.

A David Matarranz Fernández-Quintanilla, autor de El Rito del Tejo, por su inspiradora obra.



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