Bosque (Relatos de sueños)
Hoy el bosque está yermo. Un viento gélido se señorea en el hueco que has dejado. Seca los pastos y eriza el agua del arroyo, que ha silenciado su canción de trucha.
El viejo roble acoge a las cornejas en sus ramas desnudas como si fueran mil hojas temblorosas. Negras. Dice que este viento sabe a desasosiego, y se pierde en historias mustias, de cuando ardió la última mora o se apagaron los duendes.
Hoy la pradera no zumba. Los abejorros han muerto, o quizá esperan atrincherados en sus grutitas de tierra. En el claro, los petroglifos duermen porque no hay luna que los despeje y ya nadie los quiere descifrar.
Las nubes cabalgan negras y panzudas como búfalos sobre el cielo y prometen nieve, pero ni un mísero copo aligera la desazón del bosque. Entre los huecos de la hiedra el viento aúlla su réquiem. Y yo lo observo todo desde fuera de la verja buscando una llave que no aparece. ¿Para qué quieres entrar tú sola? Dice escondida entre los pliegues del abrigo. ¿No ves que no va a volver?
Contengo el aliento y el vendaval se desinfla. Me permite oír el río, el zumbido de los insectos al calor de los troncos, los lirios excavando terrón a terrón su camino hasta el suelo. Una caricia helada recorre mi frente y alzo la vista. Al fin nieva.
La llave baila entre mis dedos y la aprieto en la mano, no vaya a huir otra vez. Con rabia, la encajo en la cerradura.
Hoy, a pesar de todo y aún sin ti, voy a entrar en mi bosque.
Clic.
Mis huellas crujen sobre la nieve recién caída y forman un camino de baldosas grises, rastro de la suciedad del día a día. Voy recogiendo esos pedazos de realidad deslavazada, no vaya a conservarlos aquí la nieve hasta la primavera y contaminen la tierra. El bosque se me antoja un cementerio de ballenas con sus troncos blancos expuestos al aire sin pudor. Me refugio en el dolmen y allí prendo una hoguera. La realidad arde como la yesca y exhala volutas de humo negro al cielo. Y yo la alimento sin miedo: un lunes, un martes, un veinticuatro de noviembre; hasta que el calor rácano me conduce al sueño.
Tengo un sueño recurrente, o
quizá en origen fue una canción: una niña que trota por una selva tupida y el
sol se cuela a raudales como lianas de luz. Está buscando algo, pero aún no
sabe el qué. Un petirrojo gorjea y la sigue animado, y después se suma un
abejorro. Pronto, un séquito de pequeñas alimañas zumba tras la estela que dejan
sus pies descalzos.
Cruza los bosques de encinas
siempre verdes y los suelos dorados, repletos de bellotas del roble. Los
endrinos flanquean el sendero y sus espinas no arañan su piel. Y ella corre y
ríe y los estorninos forman nubes oscuras que parecen ora un rinoceronte, ora
un dragón. Para deleite de la niña.
Atraviesa un túnel de maleza, de
tejos de acículas suaves cargados de arilos, y de pronto la luz decae. Una,
dos, tres vueltas. Cinco, seis, y a por la última: ha alcanzado el centro del
laberinto. Ya no hay rastro de las libélulas que hasta hace un instante bailaban
como bengalas azules a su alrededor. La niña frena su carrera y su corazón de
colibrí se acompasa a sus pisadas. Se encuentra en mitad de un claro donde reina
la oscuridad. Apenas puede intuir el cielo entre el techo de ramas centenarias,
más allá del piso cien. A su alrededor, las raíces de los tejos se esconden y
retuercen bajo las rocas cubiertas de musgo, palpitantes.
Y la niña siente el mordisco del
miedo, solo un instante, hasta que sus ojos se adaptan a la penumbra y la
curiosidad la puede. Al fondo del claro, frente a ella, hay una verja. Los
barrotes hace tiempo que perdieron el lustre y la herrumbre y el liquen
deshojan su cubierta, enredándose las hiedras entre las florituras del metal.
Ella se acerca muy despacio,
atenta de pronto al crujido de sus pisadas sobre las hojas muertas, saboreando
los posos del tiempo suspendido. En el centro del cercado se dibuja una puerta
que, por el tapiz de enredaderas que la abrazan, hace mucho tiempo que fue abierta
por última vez. A mitad, misteriosa, una cerradura casi tupida por el óxido.
Al fin sus deditos se entrelazan
con la hiedra y rozan el metal. Está muy frío y siente el impulso de retirarse,
como si de tan helado, de tan oscuro, quemara. Pero aguanta, apretando hasta
que se quedan blancos, y apoya la barbilla en la verja. Fija los ojos más allá,
en la oscuridad densa del follaje. Casi con ansia, con glotonería de paladear
los dulces prohibidos que, cree, esa valla guarda.
Al fondo de toda esa maleza insondable
brillan dos luceros. ¿Un reflejo de sus pupilas? ¿Se esconde allí un espejo?
Pero las luces titilan y parece que van a echar a volar como luciérnagas en la
noche. Se acercan muy despacio, tanto, que la niña a veces duda si de verdad se
mueven, o es la savia de tejo viejo que la embriaga y ralentiza su pulso hasta
rozar el cero.
Alrededor de los ojos negros
comienza a distinguir una aureola de pelo blanco, suave. Luego una nariz húmeda
y un pelaje espeso, casi de león. Hasta que la regia cornamenta emerge a la luz
tenue del nemeton, cargada de musgo y muérdago.
Y el ciervo blanco parece decirle ven, ven, tengo algo que enseñarte. Pero la niña no encuentra la llave en ningún sitio: ni en los bolsillos llenos de hojas, de piedras que aún no ha regalado. Ni en el suelo entre las acículas secas, acumuladas durante milenios. Su corazón parece estallar mientras la cerradura se ríe de ella con notas metálicas y la hiedra constriñe aún más los huecos de la verja, tejiendo un destino oculto que no será. Hasta que el ciervo se pierde en ese bosque prohibido, dejándola sola en el centro de un laberinto, sin hilo ni minotauro al que burlar.
.
.
.
A veces, sin embargo, entra.
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Un
zumbido intenso retumba en su cabeza. Oye voces. ¿O son aullidos? La algarabía
de mil raíces penetrando la tierra, el traqueteo de las hormigas sobre las
hojas secas. Desabrocha las pestañas una a una y todo es blanco y negro, como
un tablero de ajedrez. Solo que no hay lugar para peones en este juego. Un
regusto metálico en la boca, como si hubiera estado mordisqueando herrumbre. ¿Y
la verja? La luz aquí es tan tenue que apenas alcanza a vislumbrar la corteza
erizada de un gran roble. Muerto hace ya tiempo. ¿A dónde fue el ciervo blanco?
Lo siguió a través del bosque, más allá de la montaña maldita donde los gnomos
cavan; cruzando el monte de las Ánimas hasta la charca de aguas verdes, muy
verdes, donde su reflejo le instó a que se marchara.
Estira
los dedos agarrotados que ya no son suaves, ni de niña. Están manchados de
tierra negra que sería fértil, piensa, si no estuviera cubierta por mil capas. Capas
de acículas de tejo, venenosas, y por encima los pisos de ramas que no dejan
entrar la luz, ni de la luna ni del sol. ¿Cómo va a presenciar el solsticio en
esta noche de invierno eterna?
De
pronto, recuerda la llave. Sus manos tantean ansiosas entre el musgo y el
hummus, bajo las raíces retorcidas que se apartan al contacto. Le pesa el
estómago. Y siente que se hunde. Que el suelo del bosque la va a absorber como
al cadáver de un viejo jabalí al que no han olido ni los zorros. Casi puede
sentir la raíz del tejo palpando su pecho, su cara, rozando sus labios hasta
penetrar por la garganta. Y fundir su sangre con su savia.
¡Savia! Se
yergue y da una bocanada. El aire es frío y denso, pero inunda sus pulmones viejos
de fuerza. Tambaleante, consigue levantarse y avanzar sobre el suelo blando, torpe
como si pisara nieve. Siempre hacia delante. Deja atrás el roble muerto y se
pregunta quién trajo la bellota a este reino de los tejos. No sabe qué guía sus
pasos hasta que detecta un olor dulzón. Se fija entonces en los troncos
abiertos de algunos árboles, surcados de cicatrices que supuran savia. Vislumbra
un ejemplar enorme: una hembra de corteza oscura, más alta que una iglesia, más
gruesa que un elefante. Sus quimas se pierden en la negrura del techo invernal
y ya no luce arilos en sus ramas. Ella se retrepa con dificultad por las raíces
hasta llegar al tronco, donde en un cuenco de ramas mana la savia de la Madre. Y
sin musitar palabra, porque no conoce la plegaria, hunde la boca arrugada en esa
sangre.
Colores.
Tonos tímidos primero: verdes, ocres. Ella es joven de nuevo y se empapa de
cada nota de color distinto al negro, de esa partida de ajedrez que ya creía
perdida. Una damita que se ha pasado el tablero. Su corazón retumba lento. Acaricia
los brotes claros de las puntas de las ramas y se come los arilos ¡rojos! que
estallan en su boca como fuegos artificiales. Puede mover a voluntad, y pronto
se da cuenta de que otras especies crecen, sutiles, bajo el paraguas de la
planta Madre: acebos de bayas coloradas y eléboros verdes como aquel estanque. Una
brisa dulce que casi se puede mascar agita su pelo, haciéndole cosquillas en la
frente. ¿Por qué no acuden los abejorros? ¿Dónde quedó aquel lobo aullante?
Pero no
le importa estar aquí sola, porque de arriba, más allá del piso cien, brota una
luz argéntea. Se desparrama entre las hojas y se desliza por las ramas,
silenciosa, hasta lamerle la piel. Es la luna llena del solsticio anidando en
la copa de la Madre.
Y ella
baila ligera sobre las acículas y no se hunde más, porque sus dedos vuelan en
la maraña lenta del tiempo. Muy lejos suenan los acordes rítmicos del cárabo,
el repiqueteo de los grillos en la noche estival, el aullido triste de aquel
lobo solitario.
Ya no
necesita llave ni palabra mágica ni ciervo. Porque ella es la reina de este
lugar.
A David Matarranz Fernández-Quintanilla, autor de El Rito del Tejo, por su inspiradora obra.
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