Seis meses con Azucena (Relato corto)

Tercer premio del I Concurso de relato corto Miguel Delibes - Valle de Sedano


Además de amiga de las truchas, Azucena era inseparable de las grajillas. Nadie sabe muy bien de dónde salió aquella mujer vivaracha y un tanto alunada. Apareció en Sedano en la noche de San Juan, y se fue seis meses después en extrañas circunstancias.

Unos dicen que era una viuda millonaria de Madrid, que pasaba de camino a Santander, le gustó el valle y se compró la vieja casona del barrio de Lagos. Otros especulan con su árbol genealógico: que si podría ser biznieta de Gerardo, el hermano emigrado a las Américas del señor Cayo, antiguo dueño de la hacienda.

Si le preguntabas a ella, se ponía muy seria y decía que salió del Pozo Azul. Ahora, en mi recuerdo, casi puedo ver las algas entreverando su pelo canoso. Quizá incluso el destello de una trucha escondida tras su blusa.

Azucena se parecía a muchas cosas, pero desde luego no a una azucena. No era ni delicada, ni blanca, ni olía a flores.


Me es imposible determinar su edad. No tenía arrugas en la cara y lucía una dentadura de ardilla, blanca y natural, hecha para romper las avellanas de un mordisco. Sin embargo, sus manos parecían haber pasado muchas hojas. Sus palmas se apergaminaban cual pies mojados tras una tarde entera de baño en el Rudrón.

Luego estaban sus ojos. Negros como las noches sin luna en el páramo, lejos de cualquier ciudad que las contamine. Azucena te miraba con esos ojos durante minutos, como si estuviera inspeccionando tu hígado y fuera a pronunciar un augurio. Después, soltaba naderías del tipo: ¿Oyes al cuco? O: Esta noche habrá tormenta.

Y la había. Y los truenos ya no asustaban a los niños porque gracias a Azucena sabían que era Candamio el dios que hacía retumbar el cielo.

Foto: tormenta en el dolmen de La Cabaña (Sargentes de la Lora), por Elisa Rivero


Algunos días se afanaba en arreglar el ruinoso caserón y alternaba con los vencejos, recogiendo tierra y paja para construirse un nido de adobe en el tejado. Hoy, diría que estaba aprendiendo a volar.

Otras veces se sentaba en el poyo de pintura blanca, desconchada, y echaba miguitas de pan a las urracas durante horas. Negaba el paso del tiempo, ajena a la posibilidad de que la casa se derrumbara, como luego ocurrió.

Los niños se acercaban a ella: burlones, primero; curiosos después. Azucena repartía magdalenas como con sus pájaros y les contaba historias. Historias alocadas sobre anjanas en las fuentes, basajaúnes que levantaban la niebla de un silbido y ojancos come-niños. En una semana consiguió que todos los rapaces del pueblo abandonaran los móviles y se echaran al monte en busca de las hadas. Volvían a casa de Azucena con regalos: fósiles, muérdago, caléndulas, cuernas de corzo. Ella hacía acopio de los tesoros, y las noches de calor, cuando las hormigas aladas bullían, salía humo de su chimenea y el pueblo olía a pelo de cabra. Esas noches, yo soñaba con cavernas interminables. Sospecho que el resto del pueblo también.



A Azucena le gustaba dar paseos. Acompañaba a las mujeres mayores al atardecer, después de la partida. Compartían remedios contra el reúma y hablaban de los habitantes del cementerio como si aún esperaran la vuelta de sus mujeres en casa. De no ser por sus extraños ropajes —más que fondo gris, era rojo, y celeste y morado: largos vestidos adornados con cáscaras de nuez—, Azucena habría pasado por una viuda más.

También andaba sola. En lugar de pasear, parecía seguir un rastro, atendiendo ora a la cascada del Sedanillo, ora al suspiro del arroyo Valderramillo. Siempre se paraba delante de la casona de los Delibes y miraba las galerías blancas, como si esperara que saliera Miguel a saludarla. Los días que amanecía con niebla se perdía por el camino del bosque. Al cabo, un silbido agudo anunciaba la retirada de la bruma, prometiendo un día de sol.

Foto: bosque de Monte Santiago con niebla, de Elisa Rivero

Nunca fue a misa. Decía que eso de Jesús no iba con ella y que los dioses no se escondían en edificios porque no tenían frío ni se mojaban. El día de la fiesta no fue una excepción y, tras despedir a las señoras engalanadas en la puerta de Santa María la Mayor, convocó a los mozos del pueblo. Los convenció para que acopiaran ramas de tejo y brazadas de espigas y las desplegaran frente al ayuntamiento. Los de la orquesta se enfadaron por el estorbo, pero al ver a Azucena bailar como una puellae gaditanae al son de Fiesta Pagana, se contagiaron de su entusiasmo. Un niño la siguió, y después otro. Al poco, una conga esperpéntica danzaba alrededor de la plaza. Hasta el cárabo cantó esa noche.

Foto: Wikipedia. Fotos_Mariano_Villalba from Valladolid

Cuando no paseaba o se afanaba en su caserón, Azucena leía. Siempre tuve la duda de si esos libros enormes, cargados de polillas, salían del desván de la casa o se los había traído ella. Los títulos, casi ilegibles en sus grafías góticas, me eran desconocidos. Algunos vecinos decían que eran manuales de nigromancia, pero a mí se me antojaban más como viejas novelas de caballería. Cuentos olvidados.

El día que se fue también amaneció velado. Era víspera de Navidad y el valle estaba demasiado entretenido para centrar su atención en Azucena. De madrugada muchos subieron a Sargentes a ver el milagro del sol iluminando la cámara del dolmen.

Foto: solsticio de invierno en el dolmen de La Cabaña, de Elisa Rivero


Otros se preparaban para la bajada del Belén al Pozo Azul, con inmersión de celebridad local incluida. Esa mañana no silbó el Basajaún y no hubo milagro en Sargentes: el sol se quedó aterido tras la niebla.


Foto: solsticio de invierno sin sol en el dolmen de La Cabaña, de Elisa Rivero

Nada más tocar el Belén el agua del Pozo, un temblor sacudió la comarca. La vieja casona no necesitó más ayuda para desmoronarse hasta la última viga. Los que estábamos en Covanera nos enteramos por las sirenas de los bomberos.


Pronto, el pueblo al completo se amontonaba junto al derrumbe con el corazón en el puño. Nadie había visto salir a Azucena. A mis pies, los nidos de barro de los vencejos estaban vacíos. Las aves ya habían migrado. Tuve la certeza de que ella también.

Los bomberos removieron las ruinas sin encontrar rastro de la moradora. Tampoco aparecieron los libros, pero sí los regalos de los niños. Los chiquillos recogieron con ceremonia todo lo que encontraron entre los escombros y, sin avisar a sus padres, enfilaron por la comarcal.

Los encontraron en el Pozo Azul, colocando calaveras de musaraña y ramos secos de tomillo en la orilla. Las cámaras de La 8 Burgos ya se habían retirado, más interesados por el morbo del derrumbe que en los buzos y la inmersión de la joven escritora.

Foto: bajada del Belén al Pozo Azul (Covanera), por Elisa Rivero

Al día siguiente sí levantó la niebla. Aún sin casona, ni chimenea, ni Azucena que quemara extrañas fórmulas en el fuego, yo soñé con cuevas. Me levanté pronto, pero no me acerqué a las ruinas. Arranqué el coche y fui directo al Pozo.

Las ofrendas de los niños ya no estaban en la orilla. Sobre las aguas heladas del lago se reflejaba el vuelo perezoso de una grajilla. Pájaro de cuenta.

Días después, cuando los buzos descendieron a la boca de la cueva a retirar el Belén, la figurita había desaparecido. Dijeron que, con las lluvias, las corrientes dentro de la cueva lo habrían arrastrado. Pero todos sabemos que no llovió y que el Belén lo quitó Azucena. Nunca fue muy beata.

Foto: El Pozo Azul, de Elisa Rivero




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