El lenguaje de las piedras (Relatos cortos)

I. Ven, escucha, entiende


Me has citado al anochecer y yo, ingenua, te pregunto por qué. Es por la luna, dices con una sonrisa, y como por ensalmo su rostro anaranjado asoma tras la colina. Cruzamos la linde del bosque y la duda me consume como los hongos que doran las hojas bajo nuestros pies.

Avanzamos en la penumbra hacia ninguna parte, en un bosque antiguo, de esos que gimen y arrullan incluso cuando no hay viento. ¿Cómo piensas encontrarlos?, suelto al fin, enmarañado el pantalón en una zarza. Solo hay que escuchar, respondes encogiéndote de hombros.

Escéptica, aguzo el oído. Al cabo, el silencio lúgubre se convierte en una algarabía de ruidos que, poco a poco, logro identificar: el murmullo del río abajo en el valle, las pisadas ágiles del corzo entre los helechos, la brisa agitando las copas de los robles y el canto tórtolo de las ranas en su noche nupcial. Pero detrás de todos ellos resuena un zumbido, como una letanía profunda, lejana.

¡Vamos!, apremias, y volamos por el bosque persiguiéndolo, sin que los pies tropiecen con los troncos ni los endrinos atrapen nuestras ropas. Mi pecho retumba al ritmo de ese canto que me llama, que nos llama por nuestro nombre. Hasta que llegamos al claro.

La luna ilumina una losa enorme que parece blanca, inmaculada. Sin embargo, cuando nos acercamos puedo distinguir su superficie rugosa, cubierta de musgo, surcada ella entera de grabados. Son redondeados y suaves como estrías sobre la piel. Hay hoyos, símbolos, caras, animales y figuras, pero no logro comprender. Mis dedos los recorren con avidez hasta que mis pulsaciones se relajan y me retiro, alarmada. ¿Puedo? Y tú ríes ante mi pregunta y te encaramas de un salto sobre la piedra. Ven.



Ven, dame la mano. Con una navaja cortas la piel de tu palma. Respingo y la sangre fluye roja hacia una cazoleta que la recoge con júbilo. La piedra se estremece y me dice tú, ahora tú. Rajas también mi mano y no siento dolor. Nuestras sangres se mezclan con la tierra roja. Sumerjo el dedo y lo llevo a la boca, y la sangre sabe a antigua, sabe a bosque, a este bosque y a esta tierra. Como si le perteneciéramos desde siempre.



La luna brilla alto en el cielo y el zumbido se ha apagado. Al fin veo con claridad. Veo los grabados y los entiendo, cada uno de ellos, las manos que los trazaron miles de años atrás, sus historias, sus inicios y sus finales. Me lo gritan con voz vibrante en una lengua que sí entiendo. Ojalá pudiera decirles que estoy aquí, leyéndolos. Que han trascendido y su lenguaje no ha muerto, ya no es secreto. Puedes, dices mientras hundes el dedo en la piedra y ésta cede dócil a tu tacto.

Escribimos mensajes por toda la losa, por los lados, por debajo, hasta que no queda hueco y la luna se esconde tras los montes y la luz del día amenaza con devorarlo todo.

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Los entiendo. Aún escucho su voz débil.

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Oigo algo… ¿Me llama?

.

El último aliento del bosque se me escapa en un bostezo. La boca me sabe a hierro. Recuerdo símbolos y dibujos, pero no sé qué significan. Apenas me quedan ya jirones del sueño. Cierro el puño y un calambre de dolor me recorre el brazo hasta el codo. Abro la mano y miro la cicatriz, extrañada.


Relato dedicado a Petroglifos en Valderredible.

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II. Abre los ojos

(Recomendable leer escuchando: The Slumber - Eluveitie)

Llueve. Llueve tan fino que parece que una nube ha engullido el bosque. Nos abraza con mil gotas que se cuelan desde abajo, violando cualquier ley física. A ti te gusta la lluvia. Se te nota en la sonrisa mojada a pesar del impermeable. Bajo nuestros pies el suelo gorjea satisfecho. Ya ni siquiera huele a tierra mojada. La lluvia ha lavado todo olor, todo color, y el Ebro los arrastra hacia tierras ignotas. 



El altar se alza soberbio en medio del bosque, como un arca que se resiste al hundimiento. Atesora grabados en la cubierta y algo más inquietante se agita en sus entrañas. El agua rebosa en la cazoleta y la roca llora por todos los flancos, serpentea la lluvia por sus canales y ni nuestras caricias ni murmullos parecen aplacar su pena. 


Me haces señas desde detrás del altar y yo separo mis manos heladas de la roca. En el lateral, debajo de una losa que has quitado, hay una entrada. Me asomo por el agujero y mis ojos se pierden en la oscuridad, en el vacío que me llama con voz siniestra. Doy un paso atrás y trastabillo, pero tú me sujetas. “¿Confías en mí? ¿Confías?” Asiento despacio. “Ve”. 

Llueve con más fuerza. Ya no es esa lluvia fina, cantábrica. No. Las gotas tamborilean levantando la tierra, arrancando quejidos de los robles y las árgomas. Oscurece y no sé si es de noche o si la lluvia ha devorado también la luz. Reprimo un escalofrío y me siento sobre la losa pensando que, quizá, ahí dentro estaré seca. No me gusta la lluvia. 

Un último vistazo atrás renueva mis ánimos. “Te espero al otro lado”. Tomo aire y me deslizo dentro de la roca.


La gruta es estrecha y sus paredes lisas se van constriñendo hacia el vacío. El altar no me había parecido tan grande y, sin embargo, no alcanzo a ver el final. Las raíces se me enredan en el pelo y parecen estar vivas, intentan atraparme para siempre en las entrañas de la roca. Quieren que sume mis huesos a aquellos que crujen bajo mis botas y que no me atrevo a mirar. Avanzo despacio. El agua se filtra desde el techo y calculo que me encuentro debajo de la cazoleta, que derrama su contenido helado sobre mí. Toda mi ropa está empapada y tiemblo. 

Cierro los ojos. Me he quedado atascada. Mi cadera no avanza ni hacia adelante ni hacia atrás. Noto la presión subiendo desde la boca del estómago hacia la garganta, anudando mis conductos, negándome el aire. Y recuerdo un recuerdo que no debería poder recordar cuando, nada más nacer, me arrancaron de los brazos de mi madre. Grito como hice aquella vez. De miedo, de impotencia. De soledad. 

“Abre los ojos". Voy a ahogarme. El agua fluye con fuerza como si estuviera presa de una cascada. Solo puedo oír su rugido atronador. 


“Abre los ojos, sigue”. Siento algo cálido sobre mi piel. El contraste con la lluvia helada casi me quema las manos, la cara. Poco a poco mi cuerpo se va templando y las sacudidas cesan. El llanto cesa. “¡Abre los ojos, ya puedes ver la luz!”, oigo tu voz nítida al fin. Pestaña a pestaña, desabrocho los párpados que duelen de tanto apretar. Abro los ojos, la boca. Un sabor dulzón me impregna la lengua. Mas solo alcanzo a ver las chiribitas danzando en la oscuridad. “Sigue, avanza. Hacia el vacío”. 



Muevo una pierna y ya no está atascada. Un pie detrás de otro. Estoy yendo, hacia tu voz. Ya puedo ver la luz. Me deslumbra de tan intensa. Inspiro una bocanada de aire seco y lo saboreo. El bosque se ha retraído y estamos en un claro. La luna se oculta abdicando en un amanecer rosado. Me recibes ya sin tu impermeable porque no llueve, ni ha llovido. Vistes extraños ropajes con plumas, la cara sonriente pintada. Igual que el resto. Hombres, mujeres y niños que no conozco pero que siento muy cercanos. Gentes con el rostro curtido que me tienden sus manos ajadas, negras de trabajar la tierra. 

Me vuelvo y sobre el altar yace exangüe un caballo. La brisa de la mañana seca su sangre sobre mi piel y me la quito como si fuera corteza. “Ven”. 

Ahora sé quiénes sois. Vosotros grabasteis los mensajes en la roca hace tres mil años. Hoy. Sois las gentes del valle a orillas del Ebro. 


 

Relato dedicado a los habitantes de Valderredible. Los de hoy, los de ayer.

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Me llaman. Por las noches, cuando navego por las orillas del sueño y el latido se sosiega, oigo su voz. Un murmullo tenue primero, como el zumbido del primer grillo de una tarde de verano, rozando sus patitas al sol. Meciéndome con las espigas doradas del trigo.

Más intenso después, cuando el astro se recuesta sobre el horizonte y comienza el reinado de las chicharras. Así me llaman, como un coro de cigarras enardecidas por la tibieza de la noche, noche que huele a tomillo y a bosque; a misterios, a promesas y a luz.

Entonces el corazón galopa raudo sabiéndose en el filo del sueño, sin querer despertar tan pronto. Y me sumerjo en las aguas verdes del laberinto. Una, dos, tres. Más oscuro, más profundo. Donde las ranas coreen al viento su dulce canción. Cuatro, cinco, seis.

Siete vueltas y el zumbido para de golpe. Solo resuenan los chasquidos de los murciélagos entre las ramas, y ni el viento se atreve a agitar el vestido del roble. Para que escuche mejor el mensaje pétreo. Con los dedos, con el alma. Rozando las losas del dolmen en busca de un hilo rojo del que tirar. Hundiendo las manos en la arenisca, enroscada cual serpiente, cavando cometas que lloran cuando el agua los quiera llenar. Y me canten al fin su secreto.

Así llaman las piedras. Como las cigarras.


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