Herencia en piedra (Relato corto)



En una colina, no muy lejos del río, descansa una roca. No es lisa y suave, como esos cantos de la orilla que el Ebro ha pulido durante miles de años, no. Es áspera, con bultos en su lomo y musgo en sus flancos que le hacen parecer una bestia al acecho. Pero ella es paciente. Está esperando algo. A alguien. 

Aunque la roca es mineral, una vez fue vida. Millones de pequeños caparazones diluidos, sepultados y después cincelados por el tiempo. Ella vio las eras pasar, las plantas crecer hasta formar un bosque inmenso. Reposó a la sombra de las hayas del Hijedo y los ciervos y los jabalíes hoyaron su piel de mar fosilizado. 

Entonces, llegaron los hombres. Clarearon la maleza y el musgo fue limpiado con primor, como se prepara a un niño para el bautismo. Y ella, que era vieja y creía haberlo presenciado todo, nació de nuevo. Los hombres tallaron símbolos en su piel, le susurraron historias, secretos. El sol cicatrizó las heridas y el agua de la lluvia llenó sus cazoletas. Durante décadas, que a ella se le hicieron un suspiro, los niños retozaron sobre su lomo y las mujeres le llevaron ofrendas cada luna llena. 

Ahora la roca es olvido. Ya apenas queda bosque, solo matorral que araña su piel sucia. Ya no hay niños, ni ofrendas. Los caballos ramonean río arriba, alrededor de un pantano que engulló la tierra. Pero ella tiene la certeza de que la están buscando. Aún sin saberlo, esos hombres que merodean por los abrigos, que escrutan cada piedra, están buscándola a ella. Limpiarán el musgo y el agua volverá a correr por sus grabados, y al fin podrá gritar al mundo su mensaje, aquel que guarda desde hace más de tres milenios. Y devolverá a los hombres lo que es suyo. Su herencia, su legado en piedra.

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