Ofrenda de Navidad

Relato dedicado a las gentes de Sargentes de la Lora, a aquellos que luchan por desenterrar nuestro pasado y mostrarlo al mundo. A Miguel, a Germán y a su equipo. Espero podáis perdonar los ajustes que he aplicado a los moradores de La Cabaña por el bien de la ficción. A Carlos, por su tesón por defender esta tierra y su patrimonio.

Gracias por inspirarme Sobrerrisco y a Unai*, al que hice tan grande para que pudiera albergar un trocito de todos vosotros.

*Lugar y personaje de mi última novela, El mito del bosque.

Foto: Dolmen de la Cabaña (Sargentes de la Lora). Elisa Rivero

Hoy, veinticinco de diciembre, Nuño ha desaparecido. En su lugar, un soplo de aire gélido se cuela desde la puerta esparciendo la nieve por el suelo de la casa, agitando los envoltorios de sus regalos.

    Despierto a mi marido y a mis hermanos a gritos. Todos empiezan a llamar a Nuño por la casa, pero yo intuyo que ha salido. Mientras me calzo las botas, me acerco a inspeccionar los regalos. Hay muchos. Nuño es el único niño de la familia y todas las atenciones van a él, aunque yo sé que preferiría un primo o un hermano con quien jugar. Se siente solo.

Nunca había abierto los regalos antes de tiempo. Ahí está un libro de dinosaurios de su tía y una moto de mi hermano, los envoltorios apenas rasgados para ver el interior. Falta uno. Reconozco el papel de estraza con el que yo misma envolví una oveja de peluche.

Agarro el abrigo y salgo. La luz se refleja sobre la nieve y me deslumbra. Han caído, al menos, diez centímetros. No tardo mucho en encontrar sus huellas. Apenas tres rastros hoyan la nieve virgen y es fácil distinguir el suyo. Atravieso el pueblo y alcanzo el cementerio. Las huellas no se detienen y siguen por el camino. Otras mucho más grandes se marcan a su lado. Son tan enormes que, en comparación con las de Nuño, parecen de gigante.


Foto: Carretera a Sargentes de la Lora. Por Elisa Rivero


~~~

Llegamos a Sobrerrisco el día veinte, cuando nos dieron vacaciones. Es la primera Navidad sin padre y, curiosamente, todos los hermanos convenimos en pasarla aquí, en la casa familiar. No veníamos por estas fechas desde que éramos críos.

Al principio, a Nuño le hizo mucha ilusión. Pero al llegar a la casa vacía, hueca como una caracola en la que reverberan las olas, su carita se ensombreció. Aunque decía entender la marcha del abuelo, vagaba por las habitaciones con la esperanza de encontrarlo, de sentarse en su regazo una vez más a escuchar historias de hadas y gigantes.

He de reconocer que a mí también me costaba. Preparaba la cena sin sal y todos sonreían tristes, pasándose el salero en silencio. Incluso la butaca de esparto parecía reclamar a su dueño con sus crujidos al recibir el calor de la chimenea. Nadie se atrevía a sentarse allí. No aún.

Así que cuando Unai nos ofreció ir a visitar el dolmen, le dije que sí. Necesitábamos distraernos, salir y recordar esta Navidad por algo más que por el vacío.

—Os aviso que es muy pronto, ¿eh, txiki? —el arqueólogo palmeó la cabeza de mi hijo, cubriendo por completo el pelo con su manaza—. El sol no espera.

Nos levantamos aún de noche. Nuño estaba tan dormido que se le caían las galletas a la taza y las tuvo que pescar con la cuchara. Nadie de la familia quiso acompañarnos. Demasiado pronto, dijeron. Nos forramos con cuatro capas para cortar el sempiterno viento del páramo y salimos. En el cielo las estrellas se iban apagando y por el norte se barruntaban nubes.

—Mira, Nuño. Igual nieva y podemos hacer un muñeco y pelea de bolas.

Él asintió, adormilado. Atravesamos las calles silenciosas del pueblo y pasamos junto al cementerio. Mis pies se arrastraron solos hasta la puerta y eché un vistazo dentro.

—¿Está ahí abuelo? —murmuró el niño.

—Bueno, en parte sí. Está enterrado junto a la abuela, cerca de sus padres y de sus hermanos también. —Dudé unos instantes—. En un lugar mejor.

—¿Están todos juntos, en el cielo?

Asentí y tiré de su manita enguantada de vuelta hacia el camino, sin darme cuenta de que, en la oscuridad, él no habría visto mi gesto. Alcé la vista. Hacia el este se intuía ya el albor.

—Vamos, que el sol no espera.

Trotamos por la pista de tierra dejando atrás el pueblo. La brisa helada se convirtió en una caricia gustosa cuando el calor de la carrera y de las capas de lana se hizo insoportable. Unos cuervos alzaron el vuelo graznando, asustados.

Foto: Busardo ratonero en Sargentes. Por Elisa Rivero

Nuño reía cuando llegamos a la charca, y allí cesamos el trote y se apagó también la risa. Nos asomamos a las aguas claras, desprovistas de la vegetación exuberante del verano.

—Ahora no hay ranas, cariño —le dije al verle buscar entre los juncos, como hiciera tantas veces con su abuelo.

—¿Dónde están?

—Bajo tierra. Durmiendo.

Él me dedicó una mirada extrañada, de esas que tanto me desconciertan, y reemprendió la marcha. Los álamos que señalan la ubicación del dolmen nos saludaron agitando sus copas desnudas. Tras varios giros y una última cuesta, alcanzamos el túmulo.

Unai nos esperaba dentro, su cabezota rapada emergiendo sobre las losas como una foca en el mar.

—Ya pensé que no vendríais —nos saludó—. Queda muy poco.

Atravesamos la campa blanca de la escarcha y entramos por el corredor hasta la cámara. Nos apoyamos contra las piedras de la pared, dejando libre la losa central. Unai la palmeó.

—Aquí es dónde incide el primer rayo de sol del solsticio. Los que lo construyeron entendían mucho de astronomía: de los movimientos de la luna y el sol, de las estrellas y planetas, ¿sabes, txiki?

—¿Quiénes lo construyeron? Es muy grande.

—Bueno, algunos dicen que fueron los gigantes, los gentiles. Pero aquí abajo —Señaló con el pie en el centro de la cámara— está uno de ellos. Y no era tan grande. Al menos más pequeño que yo.

—¿Aquí abajo hay alguien? —Nuño abrió mucho los ojos.

—Sí. Hace más de cinco mil años, la gente que vivía aquí decidió construir este monumento para enterrar a uno de los suyos.

—¿De que vivían? —le pregunté yo oteando el páramo.

—Eran agricultores y ganaderos. Pastores en su mayoría.

—¿Como Marian? —dijo Nuño, refiriéndose a la mujer que pastorea las ovejas alrededor del pueblo.

—Igual.

—¿Y está él solo? —insistió el niño.

—Antes había más individuos, los sacamos en la última excavación para estudiarlos. Él estaba en una capa inferior, por eso dedujimos que es el enterramiento fundacional. El fin de la campaña nos dejó con los dientes largos, pero no queríamos sacarlo deprisa y corriendo, y lo tapamos de nuevo. —El rostro de Unai se iluminaba como el de un niño—. Se merece la misma paciencia y ceremonia que sus familiares emplearon en enterrarlo, rodeado de sus armas, de joyas… en una mañana de solsticio, como hoy.

—Pero hace cinco mil años… —murmuré.

La luz desbordaba ya sobre la colina tiñendo el cielo de rosa y dorado. Nos agachamos y el silencio colmado del canto de los pájaros nos abrazó. El primer rayo de luz entró por el corredor. Apenas un punto tenue sobre la roca, más nítido después. Nos miramos emocionados, conscientes de estar presenciando algo extraordinario, de formar parte de un ritual de miles de años de antigüedad.

Foto: Solsticio de invierno en el dolmen de la Cabaña (Sargentes de la Lora). Por Elisa Rivero.

El sol escaló al fin sobre la loma y brilló en todo su esplendor, proyectando una ventana con la forma del corredor sobre la gran losa. Permanecimos así largo rato, hasta que me di cuenta de que Nuño temblaba. Nos habíamos quedado fríos tras la carrera.

—Muchas gracias, Unai. Este lugar, este momento… tiene algo.

—Sí. Es un sitio muy especial. No solo lo utilizaron los hombres neolíticos —prosiguió el arqueólogo mientras salíamos del monumento. Unai es tan grande que pensé que se partiría en dos al agacharse para salvar el dintel del corredor, pero lo hizo con la destreza del hábito—. También hemos encontrado objetos de la Edad del Bronce, e incluso una moneda del medievo.

—Ofrendas —dije.

—¿Qué es una ofrenda, mamá? —preguntó Nuño saltando en el sitio para calentarse.

—Regalos.

—¿Como los que trae el Olentzero?

—Parecido.

—¿Sabías que el Olentzero es un gentil, txiki? —dijo Unai según enfilaban el camino. Yo me retrasé, embelesada aún por la magia de la luz—. El último gigante.

—Sí, me lo contó mi abuelo.

—¿Y te ha contado también cuando…?

Los dejé pasear juntos, siguiendo sus palabras que la brisa mezclaba con el gorjeo de los camachuelos. Las nubes del norte se agolpaban ya amenazando con ocultar el sol y un primer copo se deslizó travieso por mi nariz.

Me entretuve recogiendo un ramo de caléndulas y los alcancé a la altura del cementerio. Unai abrió la portezuela y nos invitó a entrar, como si adivinara una intención que acababa de nacer en mí al ver las flores. Nos acercamos a la tumba de mi padre y coloqué el ramo, tan naranja, tan vivo sobre fondo gris. Pronto, la nieve lo cubriría.

Foto: Caléndulas en Sargentes de la Lora. Por Elisa Rivero.


~~~

Corro por la pista nevada y dejo atrás la charca. Las risas los delatan antes de que pueda verlos, aliviando la presión de mi pecho. Jalean como los cuervos que los observan desde los álamos. Ahí están, junto al dolmen. Adornando con ramas y flores secas un muñeco de nieve casi tan alto como Unai. El arqueólogo alza a mi hijo para que coloque la dentadura del hombre de nieve.


No se dan cuenta de mi presencia hasta que lo dan por terminado. Sus sonrisas se esfuman y me miran como un perrito que ha destrozado el sofá. Me acerco con los brazos en jarras.

—Yo… vi sus huellas y vine —comienza Unai frotándose la nariz roja del frío—. Nos entretuvimos. Debí haberte llamado.

Nuño no dice nada, pero señala hacia el dolmen. Sorteo al hombre de nieve y me asomo por el corredor. Sobre la gran losa central está la oveja. Tan blanca como la nieve que cubre el túmulo.

—Le he traído una ofrenda para que no esté solo. Espero que le guste. Era pastor.




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