Sobre lograr y desear


“Cuando emprendas tu viaje a Ítaca 
pide que el camino sea largo, 
lleno de aventuras, lleno de experiencias”.
 
Konstantino Kavafis

 


Un borrador en un mes para añadir a mi colección de novelas sin publicar. ¿Por qué esa sensación de vacío cuando terminamos de leer un libro —no hablemos ya de escribirlo—? ¿Quién no ha pecado de remolonear en los últimos capítulos, solo para estirar la lectura una noche más? Como si, una vez cerrado, el libro se autodestruyera, muriendo en agonía sus personajes y devorando La Nada ese mundo que es de todo, menos interminable. 

¿Será por eso que nunca termino de corregir mis novelas? Una suerte de piedad sádica que maldice a Tarvos, a Ambicatus y ahora también a Deva a pasar una y otra vez tantísimas penurias, solo para poder sentarme a cambiarles el atuendo o borrar un adjetivo de sus labios. Como muñecas en una caja de zapatos. Perfeccionismo, lo llaman algunos. Deseo, lo llamo yo. 

Deseo de que pueda ser otra novela, una novela mejor que hoy no está a mi alcance —y puede que mañana tampoco—. Deseo de investigar ese bosque como la primera vez que lo pisé: con el corazón a punto de reventar de posibilidades. Recorrerlo buscando un árbol viejo o un cubil que se me hayan pasado en la primera expedición. En la segunda, en la tercera. 

Este otoño buscaba setas en el mismo páramo que llevo pateando veinte años, cuando me topé con el lapiaz. No entiendo cómo se me podía haber pasado, tan cerca de la carretera, tan hermoso. Es uno de esos lugares que, nada más verlo, comprendes que es especial. Con sus lajas de piedra hincadas por gigantes, sus cazoletas rebosantes de agua listas para reflejarme. Para decirme: “Eh, ¿Dónde has estado todo este tiempo?” Y cada vez que paso cerca, me tengo que parar. 

El momento del descubrimiento. Elisa Rivero Bañuelos.

¡Imaginaos todos los lapiaces que me quedan por encontrar en mis escritos! Es por eso que no los quiero dejar marchar. Me resisto a cerrar la tapa y enviarlos a editoriales —que, a buen seguro, no me van a contestar—. 

Y me pregunto si no tendrá que ver con ese concepto lineal del tiempo que nos ha impuesto el monoteísmo, espoleado luego por el capitalismo. Que todo tiene un principio y un final, que existe el progreso y hay que tender hacia un ideal. Como si cada verano fuera a ser más cálido y cada invierno nevara más. Como si las cosechas se metieran prisa a sí mismas porque se les pasa el arroz y el destino de cada arrozal fuera ser paella. Como si existiera el destino. ¡Ja! 

¿Quién nos dice que no volverá la Edad de Oro, en la que dioses y hombres compartamos el Olimpo? ¿Por qué Big Bang y no Big Crunch? Un universo que se expande y se contrae sin fin, pues su propio movimiento es el tiempo. Miles de millones de galaxias, tantos universos tan distintos en los que no hay ni Sol, ni Tierra, ni estrellas. En los que el cíclope devoró a Odiseo y es Euríloco el héroe que nos cuenta otro de tantos viajes inventados. Y en ninguno de ellos he publicado mis novelas. 



Porque mientras no termine, podré seguir paseándome por este bosque un verano tras otro. Buscando. Porque lo que importa no es el fin, sino el proceso. Como un romance que pierde su encanto con el primer beso. Porque una vez alguien me sembró la duda, de si de veras es mejor lograr que desear.

Reflejo en cazoleta natural. Sargentes de la Lora (Burgos). Elisa Rivero Bañuelos

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