Los ojos negros - Relato corto


Durante el día solo pienso en buscarte, hasta que oscurece y, entonces, duermo. Me obligo a cerrar los ojos y dejarme doblegar por esos sueños tan salvajes que me encienden, me atormentan y me hacen despertar gritando, gritándote a ti. Ven, ven. ¿De quién te escondes?

Joaquín dice que estoy perdiendo la cabeza, que necesito encontrar otro curro o, al menos, una ocupación. Así que me tiene todas las mañanas de vermús, recorriendo el valle de bar en bar, leyendo los tablones de anuncios. Y yo erre que erre, aprovecho cada silencio de los parroquianos para preguntar. ¿Una mujer nueva en el valle? ¿La novia de García? No. ¿La peluquera? Esa vino hace ya dos años. No, no. ¡No! Una mujer que merodea por el monte, con ojos de graja y pelo negro, de visón, que atrapa cada rayo de luz. Ellos se turban con mis descripciones y a veces ríen y me dicen que me puedo hacer poeta. Poeta de mierda incapaz de atrapar con palabras tu viraje a pez cuando el sol estornuda tras una nube y tu pelo brilla como si fueran escamas. Y me tiembla el pecho.




Lo he repasado mil veces, cuando despierto entre sudores, llamándote. Solo tengo una certeza: todo empezó con la serpiente. Fue a los dos meses de volver al pueblo. Paseaba por el monte, no por gusto sino porque aquí, ¿qué más se puede hacer? Una mañana ventosa de esas que enmarañan el pelo y la cordura. Dejé atrás las eras y subí hasta más allá de la fuente, donde varios conjuntos de rocas se asoman al valle. Entonces vi al reptil entre las matas, zigzagueando delante de mis pies hasta alcanzar una piedra rodeada de brezo. Se va a solear, pensé. Pero cuando me acerqué, ya no estaba. O sí. Sobre la piedra había un grabado. Una serpiente, con su cabeza y todo, formando una ese de siete curvas. La acaricié con los dedos, como si pudiera notar su tacto lustroso de reptil. Con reverencia, por si me mordía. Pero solo era roca.



Joaquín dice que lo soñé. Podría ser, pero yo antes no soñaba. Nunca. Y ahí está el grabado, a la vista de todos pero desconocido hasta ahora. Madre dice que son cosas de pastores, que dejan sus iniciales y sus marcas por ahí. Tiene razón: me he recorrido el monte buscándote y todo está marcado. Yo creo que son pistas y te imagino dejándolas con una sonrisa maliciosa, dibujando símbolos sin sentido en abrigos recónditos solo para atormentarme.



Salgo todas las mañanas. Cada vez más temprano, así dispongo de tiempo para vagar antes de que Joaquín me secuestre. Antes de que salga el sol. A las cinco, si esta vez has decidido presentarte antes y arrebatarme mis escasas horas de sueño. Y cuando el viento frío del norte me golpea evoco aquel momento, la primera vez.

Fue después del episodio de la serpiente. Paseaba por la colina y vi un reflejo negro entre los robles. Pensé en un mirlo, de esos que se esconden tras los setos y adoran jalear. Solo que tú no hacías ruido, posando tus pies de mariposa sobre las hojas muertas. Me quedé quieto y nuestros ojos se cruzaron. Sentí ese pinchazo que atraviesa el cráneo de lado a lado y se disipa como el rayo. Intenso y efímero. Así fue tu mirada. Moviste los labios en una suerte de saludo que no entendí, porque el viento me robó el sonido. Entonces sí cantó el mirlo y cuando cesó, yo estaba solo. Solo y despedazado.



Aquella noche te soñé. Te busqué por el laberinto de robles siguiendo tu estela de plumas negras, tu aroma de río en primavera. No recuerdo si llegué al final, solo una deriva eterna muerto de hambre, de sed. De ansia de ti.

Llevé a Joaquín a ver la serpiente. Me costó encontrarla entre tanto matorral, pero ahí estaba. Mi amigo lo llamó “petroglifo” y dijo que por Galicia se protegen estas cosas. Que quizá haya descubierto algo. Cuando le despedí, seguí merodeando entre los árboles, fijándome no solo en las piedras: también en los animales que corretean al amparo de la maleza, que me miran sin que yo apenas los pueda sentir; en el susurro de las hojas que esconde poemas arcanos, de esos que intento escribir y se me vuelan hacia el sur. Te sentí con certeza mucho antes de verte. Más hermosa que en mi sueño. Y no me heriste con tus ojos negros sino que tus pestañas de libélula me invitaron a seguir. Seguir tus pasos por el bosque. Hasta que desapareciste. Así fue durante varios días.

No le he hablado a madre de ti. Al principio estaba contenta de que saliera al monte, de que me interesara por las piedras. Después, cuando afloraron las ojeras y el mal humor arraigó en mi lengua, producto seguro de no dormir, empezó a preocuparse. ¿A dónde vas tan pronto? Deberías descansar. Ya, mamá, más me gustaría. Es por esa zorra de Carla. Deberías olvidarla y pasar página. Ya.

Una noche, al amparo del sueño, te alcancé en el laberinto de robles y te poseí con furia, liberando todos los pesares, todo el estrés. Hora tras hora, sin llegar al clímax. Y desperté gritando de dolor y de rabia, hasta que el frío de la noche me atenazó y me di cuenta de que había dañado tus alas.



Supe que no volverías. Mis noches están vacías como las costillas de una vaca muerta que lleva demasiado tiempo al sol. Yo, inexperto en lo onírico, no imaginé que mis acciones en ese bosque que es mi sueño pudieran asustarte. Yo tampoco volvería a mí. Ya lo dijo Carla.

Madre apila libros en mi mesilla. Dice que ayudan a dormir. Bécquer me observa desde su portada con ojos oscuros: fundiéndose las pestañas con el iris y la pupila en un agujero sin fondo. Negros, como los tuyos. No me animo a leer. Libros no, pero busco sobre petroglifos. Hay de muchos tipos, también como el mío: serpentiforme. Repaso las imágenes de piedras parecidas a las de aquí, con motivos casi idénticos. Hay uno que no he visto: el laberinto. Nunca lo he visto, pero lo he recorrido. En sueños.

Así que leo sobre laberintos y toros, hilos y Dédalos. Muchachas nórdicas que bailan esperando a su amado. ¿No era a mí a quien esperabas? Yo bailaré para ti hasta que se me quiebren los tendones.

En el bar me preguntan con sorna por mi mujer, la de ojos de cuervo. De graja, les corrijo. ¿Y por dónde la has visto? Por encima de las eras, al final del camino de la fuente. El alto de la Mora, interviene Marian con voz arrugada desde su esquina. ¿La Mora? Me acerco y ella baja la voz hasta convertirla en un susurro. Sus ojos oscuros tiemblan unos instantes, antes de refugiarse en una gruta de arrugas. Mora, sí, pero no de las de los árabes. Muy anterior.



Es así como llego a las moras. Seres antiguos atados a la tierra. ¿Cómo se desencanta a una mora, Marian? Como a cualquier mujer. Sonríe. Llevándole regalos.

Así que me echo al monte con todo lo que encuentro en casa que merece la pena regalar: flores, bombones, un reloj. Sopla una brisa tenue y el sol remolonea por el este. Y al llegar a mi roca veo que ya no hay serpiente. No, sí, la hay: se ha enroscado en siete vueltas, sobre su cabeza. Hasta formar un laberinto. Recorro el camino con el dedo hasta el centro. Ten. Te traigo todo esto. ¿Bailarás conmigo? Nada ocurre. Entrelazo las manos y noto el anillo. Duele al sacarlo. Me levanta la piel y sangro. Lo dejo sobre la roca y escucho un siseo. ¡Una serpiente! Pero cuando busco entre las flores del brezo no hay nada. No es suficiente. Ya lo dijo Carla.



Paso las noches en vela leyendo, buscando una manera de que vuelvas. De que me perdones. Escribiendo versos rácanos que no saben a nada. Hasta que la vigilia me trae la respuesta lúcida y brillante.

Cojo un solo objeto y, cuando salgo, la luna chilla enorme en el cielo, mecida por ese viento loco del sur, que enreda el pelo y la cordura. Corro entre los robles arrancando quejidos del suelo, espantando a los animales que me observan desde sus madrigueras. Allí espera el laberinto sobre la roca. No hay pérdida porque solo tiene un camino. Deslizo el filo del cuchillo por la piel tierna de las muñecas, que cede gustosa. Y la sangre brota, goteando mansa sobre la roca. Siguiendo el camino. Hacia el centro. Hacia ti.

Ten. Es todo lo que tengo.



Oigo el siseo. Lejano primero, más alto después. Es un rugido de dragón que me quema las entrañas. Entonces te veo. Toda la luz que tu cuerpo blanco rechaza es absorbida por tu pelo. Estiro el brazo y lo acaricio. Es suave, de lomo de pez, y la brisa lo agita como las algas del río. Al fin vienes a mí con los labios entreabiertos, murmurando palabras que aún no entiendo. Ven. No romperé tus alas otra vez. Ven, te deseo. Dos pasos de ciervo y puedo saborear tu aroma de ranúnculos en flor. Tus pechos me rozan la frente y descienden despacio, hacia mi boca, hacia mi cuello. Nuestras pieles se funden en un suspiro de río y me recibes generosa, sin tapujos, sin peros. No como aquella noche en aquel sueño. En tus brazos olvido a Carla, olvido el trabajo y esa ciudad, a Joaquín y a mi madre, la sonrisa de Marian. Todo. Me entrego a ti en cuerpo y alma en un baile que dura siete vueltas y otras siete más, bajo la luna lasciva que aparta las nubes para mirar.

Cuando voy a alcanzar de nuevo la séptima vuelta, abro los ojos. Abro los ojos y grito. Estás bañada en sangre. Tu piel de toro de Creta manchada, mancillada. Y ni la luna mira ya, solo tus pupilas negras que me perforan. Siento el rayo taladrando mi cabeza y ya no tengo fuerzas. No llego. Y grito. Grito porque la sangre es mía, pero tú ya no.

Y según te alejas zigzagueando, dejando mi rastro sobre la piedra, murmuras algo que sí que entiendo. Deberías haber leído ese libro, dices. El de los ojos verdes. Y yo solo veo negro.

Comentarios

  1. Lo intuía. . Presentía. Que tu Prosa. Me Olía a Becqueriana. Amada. Querida Hermana. 💌

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