Otro cuento ¿de Navidad?



Ella lleva viniendo desde siempre. Literalmente, toda una vida. Antes de que los tractores rompieran la caliza del páramo y de que los americanos revolucionaran el pueblo con sus promesas de oro negro. Antes de que se excavara el túmulo y se llevaran a los durmientes. Por supuesto, mucho antes de que un jaleo como el de hoy inundara el aire gélido del amanecer.

Recorre en silencio la pista que separa el dolmen del pueblo. Antaño trotaba ligera entre la escarcha cuando apenas despuntaba la primera luz. Ahora, anciana, debe salir cuando las sombras aún tiñen el páramo, para llegar a la hora indicada. Pasito a pasito.

Observa a la creciente muchedumbre que va llegando al recinto del dolmen de La Cabaña. Conoce a muchos de ellos, pero otros son nuevos. Se nota en su cara: esa perplejidad del que se sabe loco por levantarse de noche un veintiuno de diciembre. Casi puede decir quiénes repetirán.


Ya llevaba muchos años presenciando el solsticio cuando el arqueólogo se presentó por primera vez. Por entonces, ni siquiera era arqueólogo y no tenía muy claro lo que iba a ver. A ella le sorprendió que alguien viniera, mientras que al hombre le costó darse cuenta de su presencia, sentada inmóvil sobre la nieve. Cuando al fin se conocieron, hablaron largo y tendido. Todo eran preguntas, necesidad de saber. Ahora es él quien sabe más, de tantos otros túmulos y amaneceres.

A ella le gusta disfrutar del paseo hasta el lugar, como una procesión. Saluda a los patos del arroyo y las chovas piquigualdas jalean a su paso. Sabe que las ranas duermen bajo la tierra helada, esperando la vuelta del calor. Y cuando ya llega al alto, los dos álamos se estremecen en un saludo matutino, anuncio de la ventolera que más tarde los sacudirá.

Nunca lo reconocería, pero le gustan los días de niebla. Esos días solo vienen sus favoritos. El arqueólogo, la chica del valle que tanto le gusta tocar la piedra, el hombre alto del té que huele a orégano y espino blanco, cuatro brujas sin sus hombres, el chico del perro negro y algún que otro loco más. El silencio devora el mundo y ellos tiritan de frío. Y, sin embargo, siguen volviendo, día tras día, hasta que ven el sol nacer.


Hoy, el traqueteo de un dron se suma a las voces nerviosas. Muchas caras nuevas, ateridas a pesar de las bufandas, que la ignoran. Gentes de los valles de ambos lados, algunos del pueblo. Ese hombre de mirada amable que vela por este lugar. El vigilante que trae la lona y la coloca con mimo. La chica que mira a las estrellas con nostalgia como si procediera de allá.

Las primeras luces despuntan sobre la colina y los presentes entran en el dolmen, nerviosos. Hoy es un buen día. Se sonroja el cielo de escarlata con textura de acuarela y los cuervos proclaman que ya llega el momento. Todos contienen la respiración cuando el primer rayo se asoma tímido, avanzando por el suelo hasta iluminar la cámara sepulcral. Entonces, por un momento, ven a la anciana. La sonríen borrachos de asombro y maravilla, y esos ojos brillantes le dan fuerzas para venir un año más.

Para seguir venciendo al invierno en un milagro que unos hombres proyectaron tres milenios atrás.


A vosotros, ya sabéis quiénes sois: gracias por estar. A los nuevos que repetirán: bienvenidos. Nos vemos el sábado. Y el año que viene...



Fotos del solsticio de invierno y del solsticio de verano en el dolmen de La Cabaña, en Sargentes de La Lora (Burgos).

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