El Pozo del Moro - Relato Corto

 

El Pozo del Moro*

Desde que te fuiste te hablo en sueños,
como si siempre hubieras habitado más dentro de mí
que en este mundo solitario y oscuro.



Todo empezó cuando éramos unos críos, aunque no lo recuerdes. Una niña recogiendo agua en una fuente, en el manantial del pueblo de la Peña, a donde yo no me podía siquiera acercar. Una niña de cabellos negros, aún largos y sueltos.

Entonabas una canción que en su momento me debió parecer insulsa, al no entenderla, pero que ahora está cargada de significado y dolor.

Hay una mora encantada que canta con voz de piedra
en la montaña entronada que un día de rayo lloró
para trenzar con sangre los versos de hiedra
y olvidar por siempre quién le trajo el amor.

Yo no era más que un rapaz del páramo, relegado a vigilar los rebaños hasta que el viento me ajara las manos tiernas y el frío me rechinara en los huesos. Ese día osé bajar al valle para recuperar un cordero díscolo, y me topé con tu voz. No recuerdo qué fue del cordero.

Pasaron tres veranos hasta que volví a bajar de la meseta, esta vez con otros muchachos de mi edad. A demostrar nuestra hombría con trofeos y ganado robado, tras pasar el estío guerreando contra otro pueblo que tanto odiábamos. Porque desde pequeños nos fue inculcado.

La Peña del Moro, Berzosilla - Palencia

¿Tampoco recuerdas, Ilune, aquella noche en el santuario? Un mozo dijo que en el abrigo a los pies de la Peña del Moro había un lugar sagrado, más antiguo que los mausoleos de rocas, lleno de tesoros y ofrendas. Allí fuimos a saquear aprovechando la luna llena. Mas solo encontramos flores y piedras, y a ti repasando los grabados que cubrían el suelo. Los muchachos, contrariados por el botín frustrado, quisieron hacerte daño. Y tú los miraste con rostro pétreo, fingiendo una fortaleza que más tarde habrías de perfeccionar. Es una sacerdotisa, les dije, los dioses antiguos se enfadarán si la atacamos. Ellos titubearon unos instantes, pero la codicia que despertaron tus ojos negros los azuzó. Entonces fue cuando, a lo lejos, aulló el lobo, y se estremeció la sangre ovina de los del páramo. ¿Te salvó un dios oscuro, Ilune, o fuiste tú quién invocó al animal?

Todos huyeron y yo me quedé allí temblando, hasta que de mi zurrón saqué un narciso amarillo que solo florece los días dorados allá en mi hogar. Y lo dejé junto a tus piedras, tus flores y tus grabados, arrancando lágrimas de alivio de tus ojos. Ven, me dijiste, vamos a acabar el ritual. Yo te observé raspando los símbolos extraños, en el más completo silencio, cuando ni el cárabo se atrevía a cantar. ¿Recuerdas el olor de los narcisos, Ilune? Huelen al último rayo del sol en el páramo, tan tenue que se escapa cuando lo intentas atrapar.

Grabados del abrigo de La Calderona,
a los pies de la Peña del Moro

Desde entonces nos vimos todas las lunas llenas de ese verano. Y cuando no nos veíamos, tú te colabas en mis sueños. La hija del rey de la Peña del Moro y un pastor mísero. Compartiendo canciones y promesas absurdas, proyectando el siguiente verano, cuando ya habría superado la prueba de hombría y podría por fin reclamar tu favor. ¡Cuán necios, Ilune, y cuán felices fuimos!

Porque ese otoño las noticias volaron con alas de cuervo hacia el páramo. Y así versaba la canción que en una noche ventosa el bardo recitó:

El rey moro está enojado porque su niña ya no es niña.
Aún libera su cabello y se esconde para sangrar,
Porque la niña dice que no quiere ser casada
con el hombre que el rey moro la ha de buscar.

El rey moro está furioso porque su niña es mentirosa.
Miente cada luna llena y se ve con alguien más.
Porque la niña está enamorada de un joven
de esos pastores malvados que habitan en el erial.

El rey moro está iracundo, pues su niña es respondona,
canta su amor a gritos en vez de la norma acatar,
y el rey moro, lleno de rabia contenida,
maldice a la niña mora en su propio hogar:

“Niña que canta cuando debe estar callada,
con la cabeza más dura que un sillar,
ojalá te conviertas en roca silente
para que ningún hombre te pueda alcanzar”.

.

El rey moro está triste porque su niña se ha marchado,
y el silencio más lúgubre inunda ese maldito lugar,
pero por las noches el viento arranca versos fríos
de la Peña donde la niña, por siempre, ha de morar.

¡Cómo se me encogió el pecho, Ilune! Esa misma noche te busqué en mis sueños y no encontré más respuesta que el aullido del viento. Así que arengué a mis compañeros de correrías y a otros rapaces, para que aprovecharamos la debilidad del rey moro. Con furia y lanzas descendimos por los cortados del páramo rumbo a la Peña, y a cada paso el estómago se me achicaba un poco más.

Cuando alcanzamos los pies de la fortaleza refulgió el primer rayo. Y desde arriba, mezclados con el trueno, los lamentos de un padre necio que no supo amar a su propia hija. El pueblo de la Peña, sumido en su duelo, no pudo reaccionar a tiempo. Pegamos fuego al bosque y las hojas secas del roble ardieron azuzadas por el vendaval. Lamió el fuego la pared de roca, arrancando lascas negruzcas y aventando el humo hacia la fortaleza, donde se asfixiaba el pueblo del rey necio. Ah, Ilune, los tendrías que haber oído gritar.

Goterones densos acallaron esa noche el fuego, y al alba atravesamos el terreno negruzco, muerto. Ascendimos por los escalones tallados hasta la fortaleza. Pasamos a los supervivientes a cuchillo, derramando su sangre sucia sobre la roca madre, entre las hiedras siempre verdes que envuelven la Peña. Arriba del todo, el rey esperaba su turno junto al altar.

Ya no gritaba tu nombre al viento y el cielo gris se reflejaba en sus ojos negros, vacíos. Canturreaba una tonadilla maldita que yo había escuchado:

Hay una mora encantada que canta con voz de piedra…

Y antes de que pudiera alcanzarlo, el rey necio se precipitó desde el altar. ¡Tendrías que haber visto su vuelo, Ilune! Tan digno, tan largo. Hasta que la última gota de sangre antigua se fundió con las cenizas del bosque.

Te busqué en tu abrigo y en tus símbolos, en los recovecos de la Peña ennegrecida; traté de conciliar el sueño para encontrarte allí, más no fui capaz. Hasta que la noche se apoderó del valle del Íber y la luna emergió entre los nubarrones. Entonces oí tu voz clara naciendo de la Peña, bajo mis pies. Allí donde tu maldito padre te había condenado a morar por siempre. Así que tomé un pico y comencé a arañar la roca. Fragmento a fragmento. Desollándome las manos, buscando tu latido.

Y aquí sigo, Ilune. Horadando la Peña de tu linaje hasta el mismísimo suelo si es menester. Ahora el pozo hace eco en las noches de luna y tu voz se oye clara desde el abrigo. Quizá hasta los narcisos la oigan allá arriba, donde nunca más he de volver.

Ya no retengo su olor, Ilune. Ya se marchó el sol.

El Pozo del Moro: un misterioso aljibe en lo alto de la Peña.


* Con el término "moros" no me refiero a los árabes o musulmanes que invadieron la Península Ibérica en el medievo. "Moros y moras", "mouros y mouras", "gentiles o gentilak" son términos utilizados en todo nuestro territorio en leyendas y cuentos para referirse a "los otros", gente antigua y pagana en la que reflejar nuestros mitos y miedos. En este cuento evito posicionarnos temporalmente y podría haberse desarrollado tanto en la Edad del Hierro como en la Edad Media, para preservar ese aire legendario.

En el occidente peninsular abundan las historias sobre moras encantadas que habitan en piedras. En algunas, si aplicas el oído a la roca, puedes escuchar su voz. Aquí he querido traer esta hermosa leyenda a la Peña del Moro y su misterioso pozo o aljibe, en el municipio palentino de Berzosilla, en pleno Valderredible.





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