Sígueme: Hacia abajo - Audiorrelato

A los niños de árbol. Para que no dejen de volar.

Audiorrelato

Diez años después, aún puedo evocar tu risa clara como el murmullo de la fuente de arriba. A veces creo oírte cuando me acerco al Rebollejo*, y saco el corazón del bolsillo para que tome el aire, solo un poquito. Hasta que atribuyo el sonido al jaleo de las cornejas o al ladrido lejano del algún perro, abajo en el valle. Y lo vuelvo a enterrar. El corazón, para que no se enfríe.

Tu abuela aún te espera, a su forma. Espera a su niña. Parece que tu marcha le devolvió todo el vigor que antaño le faltaba, robándole a su vez cualquier atisbo de cordura. Así, es fácil verla junto al Rebollejo cantando sus cuentos de hadas, de cuando el viejo roble era aún fértil y los niños nacían de sus raíces. Cuentos de anjanas y moras, pero también de Narnia, del País de las Maravillas y de Nunca Jamás. Tus favoritos. Se los cuenta al viento por la mañana y juntos lavan la niebla. Con suerte, también escuchan las vacas. Pero en verano, cuando Salcedo bulle, es otra historia. Los niños la rodean como pajarillos atentos a las migas de un mantel, y ella les da todo. Todo lo que le queda, que son recuerdos envueltos en el papel brillante de la locura.



Los niños siguen jugando en el Rebollejo. Es normal, pensarás. ¿Qué crío se resistiría a correr en círculos alrededor de su tronco, trepar a las ramas y husmear los nidos, perderse en su follaje suave de selva amazónica? Tienes razón. Ellos no se resisten, a pesar de las advertencias de los adultos. Tu fantasma pasa de boca en boca cuando despunta julio y creo que solo sirve para alentarlos más.

Siguen jugando a abrazarlo, no hace falta que nadie se lo diga. Siempre que llega alguien nuevo al pueblo, es lo primero que piensa. ¿Cuántas personas hacen falta para rodearlo? Cuando te fuiste, estábamos en seis. Creo que habríamos logrado hacerlo con cinco en cuanto cumplí los diecisiete. Tú tendrías quince y podría haberte cantado esa canción. Pero ya nunca canté a nadie.


Y aquí estoy, en Salcedo, otra noche de San Juan. Tu voz suena clara tras el coro de ranas de la charca. Las últimas lluvias han colmado el campo y cada centímetro de tierra supura y borbotea. Como si en vez de junio fuera abril. Avanzo con cuidado de no pisar las ramas de verbena. Sonrío, con pena, porque sé que es tu abuela quien las pone. Ya nadie protege sus campos de los caballucos del diablu**: ya no quedan mieses que proteger de su furia en la noche más corta del año. Solo ecos de leyendas que se marchitan, un poquito más cada otoño. Hasta que el olvido las devore.

La brisa mece las hojas del Rebollejo arrancándole susurros. Asciendo por el montículo de tierra, ahora una masa de fango resbaladiza. Lo piso fuerte, con rabia. Hay que tapar las raíces, dijeron. Para que no vuelva a pasar. Y después de haber revuelto los intestinos del árbol hasta casi matarlo, lo sepultaron a la altura de la cintura.

En realidad fue un logro. Querían arrancarlo, sacar cada raíz, quemar todo rastro de rama, reduciéndolo a cenizas. Decían que así, igual te encontraban. Tu abuela se deshizo en alaridos de desamparo. ¿Si ya no hay árbol, cómo iba a volver su niña? No se puede romper el espejo, cerrar el armario, tapar las raíces… Y eso último decidieron cuando un enjambre de niños perdidos enfrentamos al bulldozer. Para que no volviera a pasar, dijeron.



Alcanzo el tronco viejo y paso el dedo por la corteza, como te gustaba hacer a ti. Decías que él sentía, que te escuchaba. A veces creo que eres una niña del árbol, como asegura tu abuela. Que este mundo es demasiado anodino para ti, que gasta tu polvo de hadas. A mí, casi no me queda.



Mi pie resbala y miro al suelo. Hay una grieta. Las lluvias intensas han lavado la tierra y las raíces sobresalen como los huesos de un cementerio de ballenas. Blancas y melancólicas. Rodeo el árbol hacia el sur, hacia tu cubil. Y recuerdo aquella noche de San Juan, hace ya diez años. Sígueme. Y me guiaste casi a ciegas, de la mano. La tierra estaba seca y olía a orégano. Aquí está la enorme raíz donde grabamos nuestros nombres, como un arco que apuntala el camino hacia otro mundo. Aún se pueden leer si limpio el cieno. Sígueme. Me arrastraste dentro, bajo la maraña de piedra, madera e insectos. Hasta que se apagaron las estrellas. Y allí el árbol nos abrazó y entre risas límpidas nos dimos el primer beso.


Luego alguien nos llamó para ir a la hoguera y salí avergonzado. Ahora voy, dijiste. Aún no sé si me hablabas a mí, o al árbol. Ven, sígueme. Te llamo en la oscuridad y mi eco horada la tierra negra según me adentro.

Nunca encontraron tu cuerpo. Nadie te vio salir del Rebollejo, pero te buscaron por todo el bosque, por el río y el país. Como si aquí, en este mundo, hubieras echado alas para alejarte de Salcedo. ¡Qué estupidez! Tu abuela miraba a la policía con impotencia. A mi niña no se la han llevado.


Oigo la risa con claridad. Aquí abajo sé que no son las cornejas ni los trucos del viento. ¿Eres tú, Alicia? ¡Vuelve a mí! Sígueme, de vuelta a un mundo donde no existen las hadas, donde el loco es loco y el cuerdo languidece. Donde asfixian a los árboles y en los armarios solo hay ropa vieja, repleta de polillas. Sígueme, Alicia, que yo sacaré el corazón del bolsillo por si me queda polvo de hadas. Y volaremos juntos.




*El Rebollejo es un roble albar centenario de la localidad valluca de Salcedo (Valderredible, Cantabria). Como otros robles viejos de la zona, sus raíces formaban recovecos. Cuentan que de allí salían los niños. Hace unos años taparon sus raíces: ¿para proteger al roble, o para que no salieran más niños?

**Leyenda cántabra de los caballucos del diablu: son siete libélulas gigantes, antiguos hombres pecadores que perdieron su alma al diablo. En la noche más corta del año, San Juan, sobrevuelan los campos de Cantabria destruyendo las cosechas a su paso. La única forma de protegerse de ellos es colocando una rama de verbena, o hierba de San Juan, en la linde.

Segunda parte del relato: Sígueme: hacia arriba

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