Sígueme: Hacia arriba - Relato corto


Segunda parte del relato "Sígueme: Hacia abajo". Porque los finales amargos cortan las alas, y este solo es un principio.



Xana dice que no debemos ir arriba, que es peligroso. Cuando alguna de las pequeñas le pregunta el porqué, ella se pierde en descripciones de monstruos, cada cuál más escabrosa. Si insistes, se enfada. Yo ya no pregunto. Sé que padre enfermó por ellos, por los de arriba. Me lo dijo él mismo entre susurros, poco después de mi llegada.

Son mis primeros recuerdos. Padre enfermo, con ese fluir lento y pesado que presagiaba desgracias. Por entonces, todas me miraban con indulgencia y me dejaban acurrucarme a su lado, como si yo estuviera aún más enferma. Y me pasaba las horas inspirando el olor a tierra del techo: tierra seca con resquicios de orégano, al principio. Tierra cargada de electricidad, a punto de estallar. Tierra crepitante, pesada, empapada, que goteaba en el lago arrancando notas graves en el centro, agudas en las orillas llenas de juncos. Y yo me dormía con aquella canción, soñando. Soñando con los monstruos.

Cuando padre mejoró, llegó el cambio. Me apartaron de su regazo. Padre está ocupado, decían. Somos muchas hijas, no lo puedes acaparar. Xana me lo enseñó todo entonces. Me enseñó a nadar en el estanque y a peinarme en el reflejo, a bucear en busca de algas. Me enseñó a hablar con las ranas y a zumbar con las libélulas, captando cada matiz de sus iridiscencias. Aprendí luego los nombres de los álamos temblones y de los sauces tristes, que a veces lloran. A trenzar cestas de juncos y llenarlas hasta arriba de semillas. Para llevárselas a padre. Y las canciones de mis hermanas y su coro de ranas borraron todo rastro de los monstruos. Hasta que conocí a Bel.

Bel es todo lo que yo no soy: Bel es rubia e intensa como un avispón, alta y resuelta. Bel vuela vibrante donde yo apenas planeo. Confunde los nombres de los árboles pero creo que solo lo hace para sacarlos de quicio y que agiten sus raíces. Dice que, así, a veces caen cosas de arriba.

Arriba. Bel insiste en que arriba no hay monstruos. Me habló de sus escapadas, cuando Xana está ocupada. Así fue cómo subí la primera vez, con Bel. Nos escondimos entre los recovecos de padre hasta llenarnos el pelo de tierra. Cuando logramos ahogar nuestras risas fue cuando lo oímos. Lejano, al principio. Más intenso después. Una voz procedente de más allá del techo, arrugada como las raíces de padre, triste como los lamentos del sauce llorón. Hablaba de nosotras, del lago y las libélulas y los juncos.
Pero también de otros mundos que no debería conocer, pero que cobran forma y color cuando la voz los menta. Como si yo hubiera estado allí.


Bel dice que ella es una de nosotras, solo que está atrapada al otro lado. ¿Por eso está triste? ¿A quién llama con tanta insistencia? Quiero preguntar a Xana por ella, pero no puedo. No puedo.

Así que hablo con las ranas y zumbo con las libélulas y, a veces, confundo los nombres de los álamos. Xana dice que estoy mustia y que padre se va a disgustar. Ya no sueño con canciones: sueño con esos mundos. Con grandes hogueras que no dan miedo sino júbilo, y siluetas que bailan a su alrededor. Con raíces altas que se extienden hacia arriba, verdes, y se agitan contra un lago de fondo azul, repleto de luciérnagas. Con insectos enormes y de colores imposibles que silban melodías imposibles. Sueño con los monstruos. Con uno, en especial.


Y cuando Xana está ocupada subo con Bel, y luego subo otra vez sola. Y, a veces, además de a la hermana atrapada, siento otra presencia por encima de las brazadas de tierra. Su voz es grave como la del tejón y triste como los sauces más tristes. Me arranca lágrimas que padre me limpia y absorbe. No lo quiero dejar solo, así que canto para él. Canciones de aquí, de mis hermanas, y también las de los otros mundos.

Hasta que Xana me encuentra. No llames a los monstruos, dice. ¿Acaso quieres que padre enferme otra vez? No, claro que no. Dice que fue por mí, por mi culpa, que padre enfermó. ¿Cómo es posible? Lloro. Entonces me habla de los tiempos antiguos. Cuando nosotras subíamos al mundo de arriba y visitábamos a los mortales. Los ayudábamos y ellos nos hacían regalos, nos cantaban. Pero un día empezaron a cortar a nuestros padres, a quemar, a perseguirnos a nosotras y a quienes nos honraban. Por eso cesamos el contacto. Con los mortales. Con los monstruos.

¿Y por qué siento que los conozco, Xana? Porque tú naciste allí. Una hermana díscola rogó a padre, y padre te engendró. Pero volviste. Volviste a tu sitio antes de que te salieran las alas. Te las habrían cortado, ¿sabes? Como venganza, quisieron matar a padre. Y casi lo consiguen.



Ya no recuerdo los nombres de nadie, o quizá no me importan. Las libélulas me rodean y bailan y sus colores me resultan anodinos, como las algas del lago y los coros de las ranas.

Llueve. Llueve sobre el estaque: fino primero, como un goteo insistente que no me deja dormir. Más grueso después, con goterones densos, cargados de tierra. Llueve marrón y ensucia mis alas y lava mis lágrimas negras. Xana me grita y todas me señalan porque dicen que es mi culpa que llueva. Pero no las escucho. Solo escucho el sonido del agua fluyendo, llenándome la boca de ese sabor que tanto añoraba. ¡Al! Me llama Bel y sus alas de avispón zumban, luchando contra el fango. ¡Al! Padre te necesita. ¡Ve, hacia arriba!

Así que vuelo a pesar del cieno que pugna por atraparnos. Dejo atrás el lago y a sus habitantes y me pierdo en el laberinto de raíces de padre. Apenas puedo palpar sus rizomas entre las avenidas de barro. Vamos, hija, me dice. Tu no perteneces aquí. Y entre el agua y el fango y el murmullo de padre escucho una voz. Es esa voz que me atormenta y que, a la vez, hace que mis alas cobren fuerza. Hacia arriba. ¡Ven, sígueme! Me ruega. No me queda aire. Cierro los ojos y me pierdo en la negrura. Mis alas se desgarran contra la tierra ¡Sígueme, Alicia! Un golpe de brisa me acaricia el rostro. Separo los labios e inspiro. Sabe a una planta… ¿Qué planta? Verbena. Estiro los dedos. Un centímetro, dos. Agarrándome a las costillas de padre. Allí donde grabamos nuestros nombres. Recuerdo mi nombre. Alicia. Grito y mi voz reverbera en el cubil. Ya voy, Pedro, ya voy. ¡Hacia arriba!





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