Relatos cortos

Porque no solo de novelas va la escritura...


Por eso, ahí van diversos relatos y microrrelatos que mi mente va pergeñando para concursos, para el taller de escritura al que asisto, los que simplemente me apetece escribir...
Pinchando sobre los títulos podéis ir a cada enlace.



Desde que pueblas mis sueños ya no invento caras con las que pintar al guerrero que baila con el dragón, al sherpa que se sube el Anapurna a cuestas y se bebe la avalancha con cubitos de ron. Ya no olfateo los rastros en las calles envueltas en humo de coche y efluvios de mediocridad, buscando un aroma de risas, de letras trazadas con café en unas sábanas limpias. Ay, dulce aburrimiento contigo. [...]


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"Amia suspiró, sentada en el poyo de su casa montañesa. En el valle, ya nadie recordaba a las hadas. La magia había quedado relegada a comentarios ocasionales sobre las brujas de Cernégula. ¡Si ellos supieran lo que se cocía en esa vieja charca…! Los vencejos colmaban el aire tibio con sus agudos silbidos mientras el sol se escondía tras la loma. Olía a espliego y a río [...]"


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Ablega cruzó las puertas de la muralla, abiertas de par en par, y ascendió por las calles de Ulaca. Silenciosas y desnudas como las ramas del roble en invierno. Lo encontró en el mismo sitio donde lo dejaran cuando abandonaron la ciudad: sentado junto al altar de sacrificio con la mirada perdida en el cielo. La muchacha se estremeció y, por un momento, pensó si su abuelo no habría muerto ya de sed, hambre o pena. Como una última ofrenda a los dioses vettones. [...]

Imagen

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Cuentan los viejos que los días de viento, aquí en Numancia, aún se puede intuir el barritar de los elefantes. Que cuando truena muy fuerte, el Duero piensa que vuelven las tropas romanas y, antes de que lo desvíen, se esconde bajo tierra.[...]

Numancia (2).jpg

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Querido amigo,

escribo estas líneas a sabiendas de que nunca las leerás.

Tú me viste gatear por la hierba tierna, tambalearme por la campa y apoyarme en ti para no caer. Me viste bailando con otros tantos mozos y mozas que han crecido bajo tu atenta mirada. Presenciaste mi primer beso, iluminado por el atardecer interminable de la noche de San Juan [...]



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Cuando era una niña, me dijeron que podía volar.

Bip bip, bip bip. Apago la alarma y exhalo un lúgubre suspiro al pensar que es lunes otra vez. No miro la pluma que yace entre las sábanas. He soñado con algo, pero no lo quiero recordar. Nota mental: cuatro madrugones y ya es viernes. Recaliento el café y, ante la amenaza del próximo reconocimiento médico, me abstengo de echarle azúcar. [...]



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Te noto, te siento. Sé que no puedo verte, a pesar de los destellos dorados que me persiguen allá donde vaya, como fuegos fatuos, tras el rabillo del ojo. Mas cuando miro no estás [...].


Dibujo: Juan Carlos Álvarez

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Tucídides deja la pluma sobre el escritorio. Las piras de los muertos iluminan Atenas, pero la luz es insuficiente para la tarea. Tucídides lamenta que, a pesar de la potencia de la flota ateniense, los suministros no llegan para alimentar a todos los refugiados que se hacinan en los templos de la ciudad. Están tan delgados que sus cuerpos magros apenas prenden [...].


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(Tercer premio del primero concurso de relatos Miguel Delibes y el valle de Sedano)

Además de amiga de las truchas, Azucena era inseparable de las grajillas. Nadie sabe muy bien de dónde salió aquella mujer vivaracha y un tanto alunada. Apareció en Sedano en la noche de San Juan, y se fue seis meses después en extrañas circunstancias. [...]


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(Seleccionado y publicado en el Semillero de historias de cuarentena del Club de Escritura Fuentetaja)


—Boudicca, Viriato —dice la mujer incidiendo en cada sílaba. Posa sus manos sobre los hombros de sus oyentes con firmeza—. Recordad: debéis acorralar a los romanos.

Ellos asienten, muy serios. Viriato se coloca el yelmo en la cabeza: un poco destartalado, piensa, pero servirá. Mientras, Boudicca pasa su lanza de una mano a otra y se le cae al suelo. La recoge y se cuadra ante su comandante.

—Ahora, marchad.

La mujer se vuelve y, con el cuchillo en la mano, sigue partiendo cebolla. Nadie ve sus lágrimas rodando por sus mejillas.

Los dos guerreros se despiden con un saludo marcial y recorren las estancias. Un ruido les sobresalta al fondo del corredor y Viriato se lleva el dedo a la boca.

—Shhhh. Hay una bestia allí, en esa cueva. Debe ser un sabueso de los romanos.

Pronuncia el nombre con desprecio. Piensa en escupir para hacer más hincapié, pero sabe que la comandante se enfadaría.

—Hay que seguir —murmura Boudicca. Se da cuenta de que ha perdido la lanza y se encoge de hombros.

Cuando pasan junto al cubil de la bestia, el animal abre un ojo y agita la cola. Al cabo, vuelve a dormirse. Ya pueden oír a los romanos a lo lejos: se están organizando.

—… Sí, por supuesto, Julio, mañana tendréis esos suministros.

Boudicca y Viriato se esconden tras la maleza y espían a su víctima. Está sentado en su escritorio, hablando con alguien. La comandante ha dicho algo así como que hay que atacar la intendencia, aunque ellos no saben qué significa. Solo son soldados.

—… Aquí estamos, soportando el encierro como podemos —dice el romano.

—¿Y los niños?

—Se portan muy bien, la verdad. Creo que estaban estudiando historia con su madre.

Entonces, Boudicca tropieza con la maceta y la planta cae. Es el momento. Se abalanzan sobre el romano gritando y buscan su abdomen blando, desprotegido.

El hombre cae al suelo entre carcajadas. Desde el ordenador, se oye la voz de Julio.

—… Ya veo, ya.

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(Audiorrelato disponible en link)


No me había parado a pensar en Justino hasta que murió Martín. Fue un día vibrante de principios de verano. Un mal día para morir, sí. Podría haberse esperado al invierno. La cuestión es que Martín era el último habitante de Valdelolmo aparte de mí.

—Te has quedado solo —constató Juan, mi hijo, tras el entierro. Pisaba los lirios del cementerio como si fueran envoltorios de chocolatinas rodando por el asfalto.

—Mejor.

Y es que Martín ya chocheaba, y no estaba yo para aguantar más tonterías que las que mi propia cabeza paría cada mañana.

Así, Justino el panadero pasó a ser la única persona que veía a diario.

—¿Qué se cuentan por Robledillo? —le preguntaba yo por hablar de algo, mientras los céntimos jugaban al escondite en mi monedero. Antes, siempre era Martín el que le daba coba.

—Poca cosa, ya sabe usted. —Justino valoraba las hogazas sin necesidad de tocarlas. Se decantó por una bien torrada—. El otro día vino un biólogo. Se aloja en la casa rural.

—¿De esos que estudian los bichos?

—Sí. Éste es especialista en reptiles: culebras, lagartos. Ya sabe.

Me alargó el pan y, tras oír el crujido de la corteza bajo mis dedos, di el visto bueno. Justino cerró el portón y la furgoneta blanca desapareció por la curva de la comarcal. Aún tenía que visitar muchos pueblos.




Todos los días tenía lugar el mismo ritual, igual que los últimos seis, o siete años. Antes era el padre de Justino, de nombre Justino también, quien traía el pan. La panadería era un pequeño establecimiento en Robledillo, tres pueblos más allá de Valdelolmo. Sin embargo, yo no sabía nada más sobre este personaje o su familia. Tras la muerte de Martín, a menudo me sorprendía a mí mismo preguntándome qué haría Justino en su tiempo libre, cuando, después de una madrugada bárbara para cocer el pan y repartirlo por todo el valle, podía al fin sentarse. Aquella curiosidad me contrariaba y yo sacudía la cabeza y proseguía mi paseo bajo los álamos de la ribera, espantando mirlos y libélulas.

—¿Sigue por Robledillo el bichero ese? —Le pregunté a Justino un sábado. Ese día compraba ración doble porque Juan venía a comer con las niñas. Hogaza y torta de aceite.

—Pues sí. —Los ojos de Justino centellearon. Metió los panes en una bolsa y, en vez de tendérmela, la dejó sobre el mostrador y se bajó de la furgoneta de un salto—. Y está montando un buen revuelo. Dice que esta zona es la única de España que tiene las tres especies de víboras.

—¿Tres?

—Sí señor, tres: hocicuda, Seoane y áspid.

—Sabe usted mucho de bichas.

El bigote de Justino se arqueó en una sonrisa y volvió a encaramarse a la furgoneta para coger la bolsa del pan.




Durante la comida le conté la anécdota de las víboras a Juan y a las crías. Creía recordar que a la mayor, Flora, le gustaban los animales.

—¿En serio, abuelo? —Flora se quedó con la cuchara rebosante de garbanzos a medio camino entre el plato y su boca—. Yo solo había visto a la hocicuda y la áspid. Tendré que venir más al campo.

—¿Tú también sabes de esas cosas, chiguita?

La cría esbozó una mueca de fastidio y se sumergió de nuevo en su cocido dejándome desconcertado.

—Flora está estudiando la carrera de biología, papá. —Me riñó Juan más tarde, mientras fregábamos—. Vale que no me escuches a mí pero, joder, que son tus nietas. Haz un esfuerzo.

Mascullé una protesta y no volvimos a hablar hasta que se fueron. Flora apenas levantó la mano en un perezoso adiós.

—Ya te llamaré, a ver cuándo podemos venir…

La ventanilla del BMW silenció las últimas palabras de Juan y, al igual que con la furgo de Justino, la curva de la comarcal lo engulló en una nube de polvo. Llevaba semanas sin llover.





Las bichas, o víboras como decía Justino, se convirtieron en el primer y casi único punto del día de mis breves charlas con el panadero.

—Pues ha montado un corral Ismael, el biólogo, y ahí tiene un montón de serpientes. Para estudiar su comportamiento, dice.

—¿Un corral? ¿Y no le muerden?

—Ya sabe, el pueblo está enloquecido. La Engraci hasta ha llamado a la Guardia Civil, pero ni caso le han hecho. Parece que le dieron un permiso en la universidad para tenerlas.

—El otro día vi yo una, allí mismo, bajo la nogala. Y bien grande —comenté distraído.

—¿Y qué especie era?

—¿Cómo quieres que lo sepa, muchacho?

Las crías no volvieron hasta los Santos, para llevarle flores a la abuela. Ese día visitaba más gente el cementerio que la que vivía en el pueblo hacía diez años.

Coloqué sobre la tierra las últimas rosas silvestres del año, pálidas y modestas al lado de los ramos que los veraneantes traían de la capital. Le dediqué un último vistazo al camposanto antes de echar el tranco.

—Ya no quedan más que muertos, Carmen —murmuré a la brisa fresca de noviembre.

Se quedaron a cenar. Flora parloteaba animada sobre un viaje que había hecho a Tarifa para ver camaleones. Parecía haber olvidado el incidente de la última vez, y le conté las novedades del tal Ismael.

No me di cuenta hasta el día siguiente de que se habían dejado un libro en el sofá. En la portada: “Reptiles de la Península Ibérica”. Iba a guardarlo cuando vi un papel sobresaliendo. Lo abrí por esa página. “Víbora de Seoane”. Y, en la nota, en cuidada caligrafía:

«Para que la próxima vez sorprendas a Justino. Con cariño: Flora».



Finalista del concurso #relatosdeeuropa de Zenda


Europa no se conformó en siete días ni en una luna. Europa es resultado del destrozo que el maldito Heracles perpetró en sus costas. Doce trabajos para una mierda de redención. Porque imagínate si el héroe, en lugar de hacer caso a un rey vago y una bruja loca para lanzarse a salvar el mundo, se hubiera quedado quietecito en el sofá:

1. Nemeo, el último león del continente, sobrevive y perpetúa su especie. En vez de echar cristianos a los insulsos leones, los ponen a cabalgar avestruces. Y se nos vacía el santoral. [...]

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